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LA CRÓNICA
Columna
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Carta desde el infierno

'Querido hijo. Esta noche estaba pensando en tus preguntas y he creído adivinar que lo que intentas es entender esa cosa extraña que es una guerra. Tal vez debería contarte algún episodio entero. Ahí va.

La mañana era tranquila, pero todo hacía prever que iba a pasar algo. A mediodía empezó un cañoneo formidable. Veo al capitán desencajado. Está bajo de forma y tiene un miedo feroz. Frente al búnker hay uno de infantería al que le faltan brazos y piernas, la carne se ve rosa, como en las charcuterías. Cada vez que estalla una granada, agita los muñones con desesperación. Pero, en realidad, está muerto.

Por el borde del bosque avanzan tanques y una nube de infantes. Tenemos los tanques a 30 metros. Pero van detrás de su infantería. ¡Dejan los cañones intactos! Seguramente no tienen tiempo para pequeñeces. Al anochecer sospechamos haber caído en una bolsa.

Carta de padre a hijo en la que explica qué es la guerra. El padre combatió del lado alemán en el frente ruso

El sargento me manda con otro a rescatar un cadáver de un búnker. Parece una película de Charlot: cuando ya casi lo tenemos fuera se nos vuelve a caer. Otros le cavan la fosa. Me adentro un poco en el bosque porque oigo ruido de peroles y tengo hambre. Tropiezo y me veo tendido sobre 10 o 12 cadáveres. Tengo tiempo de comer algo antes de que nos den la orden de marcha. De madrugada, dividen nuestra unidad. Unos construimos un búnker, otros van a apoyar a la infantería. Al amanecer, el búnker está listo.

El búnker está, como siempre que es posible, al borde del bosque. Si vienen, vendrán por delante, a través del valle. Hemos sabido que los tanques y la infantería que habíamos visto el día anterior han perdido contacto con el grueso y están emboscados detrás de nosotros. El grueso va a intentar establecer contacto.

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Yo estoy encima del búnker. Sale un teniente y me dice: '¡Ahí no hace nada!'. Entro en el búnker, aparece un tanque y derriba precisamente el árbol tras el que me parapetaba. Tenemos el tanque delante y podría liquidarnos a placer. Por radio nos ordenan evacuar. Somos 15, vamos como sardinas. Salimos con 10 segundos de intervalo y el tanque no dice ni pío.

Mientras corro, me encuentro a uno de la 4ª batería. Le cuelga un ojo. 'Para ti se ha acabado la guerra', le digo. 'Si salgo de ésta, sí'. Las gavillas de trigo están apiladas en pirámides. Aparecen aviones. Vuelo rasante. No hay heridos.

Llegamos a un caserío. La confusión es tremenda. Hay núcleos aislados por todas partes. Tomamos posiciones frente a un vallado. Encuentro una tumba recién cavada, pero vacía, y me meto dentro. Todos me envidian. Pasa un compañero en dirección al bosque y el sargento le dice que si está loco. '¿Sabes adónde vas?'. A él le han dicho que los del bosque son de los nuestros. Tiene orden de tomar contacto.

Apenas echa a andar, empieza sobre nuestra posición un cañoneo interminable. Cuando paran oímos gritos: '¡Ayuda!'. Recogemos al herido. De la bota le rebosa la sangre a borbotones. Lo metemos en la casa. Hasta el anochecer hay, a nuestro alrededor, un gran follón, pero nosotros mantenemos la calma. Al fin nos avisan de que vamos a intentar salir del cerco.

Al herido lo llevamos entre cuatro sobre una manta, pero pronto se ve que no vamos a aguantar mucho, las manos se agarrotan. Tenemos que descansar a menudo y empezamos a tenerle rabia. Él se da cuenta y empieza a gemir: '¡No me abandonéis, compañeros!'. Vemos una ambulancia. Luego supimos de su muerte por septicemia.

Un avión se entretiene en fastidiarnos, suelta una bomba, nos agachamos, cae lejos, continuamos. A unos diez metros, saltan unas siluetas gritando y pegando tiros. Nos metemos en el trigo, corremos como liebres cuesta arriba. En la cima un compañero cae con los dos tobillos traspasados. Voy con otros tres en busca de unas angarillas. Volvemos, pero ya no están. Hay sangre y vendas por el suelo.

Con la esperanza de encontrarlos, vamos hacia el oeste. Al amanecer, nosotros cuatro habíamos salido del cerco. A las ocho nos topábamos con nuestra columna, que marchaba tan ricamente por un camino casi real. Aparecen un montón de aviones que ametrallan y bombardean la columna. Sólo de nuestra unidad hay cuatro muertos.

Llegamos a una destilería rural. Todo el día lo pasamos con el morro en el suelo. Y sigue habiendo heridos, pero borrachos, porque hay depósitos de alcohol de 90º. Al anochecer reemprendemos la marcha. Estamos fuera del cerco. Y el frente se ha estabilizado (algo) a nuestras espaldas'.

Esta carta la recibí cuando yo tenía 25 años. Hacía tiempo que intentaba entender lo que era una guerra. Mi padre es alemán, fue soldado raso en el frente ruso y luego cayó prisionero. Él tenía entonces 23 años. Esta fue su respuesta a mis preguntas. Y siempre que oigo hablar de guerra releo esta carta. No es bueno olvidar. La carta terminaba así:

'Las batallas modernas son días y días de follón, a veces más, otras menos, un avance aquí, un retroceso allá. Si se está en el sitio justo uno apenas se entera, otras veces, en cambio... En conjunto, algo tan intangible que te preguntas: ¿Qué hago yo aquí? Tengo miedo, estoy dispuesto a correr al primer contratiempo y, sin embargo, me clavan una medalla. Un abrazo. Tu padre'.

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