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Tribuna:LOS ATENTADOS Y LA 'CONCIENCIA DE ESPECIE'
Tribuna
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Miedo y rechazo

Fue la llegada del segundo avión, que descendía como un tiburón sobre la Estatua de la Libertad: ése fue el momento determinante. Hasta entonces, Estados Unidos pensaba que aquello de lo que estaba siendo testigo no era más serio que el peor desastre aéreo de la historia; ahora tiene una idea de la fantástica vehemencia que apunta contra él.

Nunca había visto un objeto básicamente familiar transformarse así por sus efectos. Aquel segundo avión parecía estar ávidamente vivo, y cargado de mala intención, y absolutamente ajeno. Para aquellos miles de personas que estaban en la torre sur, el segundo avión significó el fin de todo. Para nosotros, su destello fue un avance del futuro que se avecina.

El terrorismo es comunicación política por otros medios. El mensaje del 11 de septiembre es el que sigue: Estados Unidos, ya es hora de que sepáis lo implacablemente que se os odia. El vuelo 175 de United Airlines era un misil intercontinental que apuntaba a su inocencia. Aquella inocencia, como en ese momento se reivindicaba, era una ilusión anacrónica y un lujo.

Una semana después del ataque, uno se siente libre de saborear la bilis de su atroz ingenio. Ya está manido -pero sigue siendo estrictamente necesario- subrayar que tal mise en scène habría sido la vergüenza de un guión de cine o del cuaderno de un escritor de novelas de intriga ('Lo que ha sucedido hoy no era creíble', fueron las sosas palabras de Tom Clancy, autor de The Sum of All Fears). Y, sin embargo, a la luz del día y con plena conciencia, aquel borrador se convirtió en realidad establecida: una veintena o así de cuchillas produjeron medio millón de toneladas de escombros.

Varias directrices de la política de Estados Unidos quedaron arruinadas por los acontecimientos del martes 11 de septiembre, entre otros la defensa nacional contra misiles. Alguien se ha dado cuenta de que los cielos de Estados Unidos ya estaban rebosantes de misiles, todos ellos cebados y montados.

El plan era capturar cuatro aviones en un plazo de media hora. Los cuatro debían dirigirse a la costa oeste, para garantizar una carga máxima de combustible. El primero chocaría contra la torre norte en el momento en que la jornada laboral estuviera a pleno ritmo. Luego una pausa de 15 minutos, para dar tiempo al mundo a reunirse alrededor de los televisores. Con la atención asegurada, el segundo avión debía estrellarse contra la segunda torre, y en ese instante la juventud de EE UU alcanzaría la mayoría de edad.

Si el arquitecto de esta destrucción fue Osama Bin Laden, que es un ingeniero cualificado, entonces sabía algo de las ecuaciones de tensión de las Torres Gemelas. También sabría algo acerca de los efectos del combustible incendiado: a 500ºC (una tercera parte de la temperatura que se alcanzó en realidad), el acero pierde el 90% de su resistencia. Debe de haber sabido con anticipación que una o ambas torres se derrumbarían. Pero ningún genio visionario del cine podría tener la esperanza de recrear la majestuosa bajeza de aquella doble rendición, con la magnitud de los edificios confiriéndoles un movimiento a cámara lenta. Quedaba bien entendido que un edificio compuesto de acero y hormigón también podría convertirse en una inolvidable metáfora. Este momento fue la apoteosis de la era posmoderna: la era de las imágenes y las percepciones. El viento también era favorable; en pocas horas, parecía como si a Manhattan le hubieran caído encima 10 megatones.

Mientras tanto un tercer avión se estrellaría contra el Pentágono, y un cuarto contra Camp David (el lugar del primer acuerdo árabe-israelí) o posiblemente la Casa Blanca (aunque está claro que no contra el Air Force One: este rumor se inventó para justificar los vagabundeos de Bush durante aquel día). El cuarto avión se estrelló, cayendo en picado, no contra un monumento conocido, sino en la campiña de Pennsylvania, tras lo que parece haber sido una heroica resistencia por parte de los pasajeros. El destino del cuarto avión habría sido en condiciones normales una de las historias del año. Pero no de este año. El hecho de que durante los primeros días hubiera que pelear para encontrar más de una mención a él nos da una idea del tamaño de la derrota estadounidense.

La hermana de mi mujer acababa de llevar a los niños al colegio y estaba en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 11 a las 8.58, en el día undécimo del noveno mes de 2001 (segundo milenio de la Cristiandad). Por un momento se imaginó que estaba en una pista del Aeropuerto Kennedy. Miró hacia arriba para ver el abdomen brillante del 767, a unos metros por encima de su cabeza. (Otro testigo describió al avión número uno como si viniera 'conduciendo' por la Quinta Avenida, a 650 km/h). En la entrada del parque de Washington Square hay un pequeño arco; el vuelo 11 de American Airlines de Boston a Los Ángeles iba tan bajo que tuvo que ascender para esquivarlo.

Todos hemos contemplado aviones que se acercan, o parecen acercarse, a un gran edificio. Nos ponemos tensos según se acerca el supuesto impacto, a pesar de que estamos seguros de que es una ilusión óptica y que el avión pasará muy por encima. Mi cuñada estaba justamente detrás del vuelo 11. Le exhortó para que virase bruscamente, para que fuera hacia el enorme cielo azul. Pero el avión no viró. Aquella tarde sus hijos llevarían comida y bebida a la cola que ocupaba toda la calle de gente que esperaba para donar sangre en St. Vincent's.

Ahora el segundo avión, y el terror quedó de manifiesto (el terror se duplicó o se elevó al cuadrado). Hablamos de 'fobia al avión', pero era el avión el que estaba en un estado de frenesí, o eso parecía, cuando viró, se estabilizó, y luego se estampó contra la torre sur. Hasta las llamas y el humo eran inmensamente malvadas, con sus rojos y negros de vampiro. El asesinato suicida de fuera se duplicaba ahora dentro para proporcionar lo que quizá fuera el espectáculo más desolador del día. Se agitaban y pataleaban mientras caían. Como si te pudieras defender de esa caída abismal. Usted también se agitaría y patalearía. No podría evitarlo, como no podría impedir que sus dientes castañetearan a partir de cierta intensidad de frío. Es un reflejo. Es lo que hacen los seres humanos al caer.

El Pentágono es un símbolo, y las Torres Gemelas son, o eran, un símbolo, y un pasajero estadounidense a bordo de un avión es también un símbolo, de movilidad y entusiasmo indígena, y de la galaxia de brillantes destinos. Los que trajeron el terror del martes eran moralmente, inexpiablemente, 'bárbaros', pero su trabajo era de una sofisticación demencial. Tomaron aquellos grandes artefactos estadounidenses y los machacaron todos juntos. Tampoco sirve de mucho calificar los atentados de 'cobardes'. El terror siempre tiene sus raíces en la histeria y en la inseguridad psicótica; aún así, deberíamos conocer a nuestro enemigo. Los bomberos no tenían miedo de morir por una idea, pero los asesinos suicidas pertenecen a una categoría psíquica distinta, y su eficacia en la batalla no tiene equivalente en nuestro bando. Está claro que sienten desprecio por la vida. Igualmente, está claro que sienten desprecio por la muerte.

Su objetivo era torturar a decenas de miles y aterrorizar a cientos de millones. En esto han tenido éxito. La temperatura del miedo del planeta ha subido hacia lo febril; 'el zumbido del mundo', utilizando la frase de Don DeLillo, ahora es tan audible como un zumbido de oídos. Pero el legado más duradero tiene que ver con el futuro más lejano, y la desaparición de una ilusión acerca de nuestros seres queridos, especialmente nuestros hijos. Los padres de Estados Unidos lo sentirán más agudamente, pero nosotros también lo sentiremos. La ilusión es ésta. Padres y madres necesitan sentir que pueden proteger a sus hijos. No pueden hacerlo, por supuesto, y nunca han podido, pero necesitan sentir que pueden. Lo que una vez pareció ser más o menos imposible -su protección- ahora parece evidente y palpablemente inconcebible. Así que a partir de ahora tendremos que apañárnoslas sin esa necesidad de sentir.

Puede que ese martes no haya marcado una época, y debería ser la tarea inmediata de la Administración actual impedir que sea así. Tengan en cuenta que el ataque pudo haber sido infinitamente peor. El 11 de septiembre, expertos del Centro de Control de Enfermedades 'corrieron' al lugar de los hechos para hacer pruebas del aire en busca de armas biológicas y químicas. Sabían que era una posibilidad, y que seguirá siéndolo. También está el riesgo absolutamente insoluble de las centrales nucleares estadounidenses inactivas (ninguna central nuclear ha sido jamás desmantelada en ningún sitio). Ataques equivalentes contra dichos objetivos podrían reducir enormes zonas del país a cementerios de plutonio durante decenas de miles de años. Luego está la casi inevitable amenaza de las armas nucleares terroristas, dirigidas quizá contra una central nuclear. Una de las tareas conceptuales para la que Bush y sus consejeros no van a tener ánimos es que el Terror del martes, a pesar de su estudiada maldad, fue un mero esbozo. Estamos aún en el primer círculo.

También será horriblemente difícil y doloroso para los estadounidenses asumir el hecho de que son odiados, y que es comprensible que lo sean. ¿Cuántos de ellos saben, por ejemplo, que su Gobierno ha destruido por lo menos al 5% de la población iraquí? ¿Cuántos de ellos han transferido esta cifra a su propio país (con un resultado de 14 millones)? Varias características nacionales -la seguridad en uno mismo, un patriotismo más furioso que en ninguna parte de Europa occidental, una constante falta de curiosidad geográfica- han creado un déficit de empatía para los sufrimientos de la gente que está lejos. Y lo que es mucho más crucial, y más doloroso, el tener razón y ser los buenos eleva el ego de los estadounidenses hasta unos niveles casi tautológicos: los estadounidenses tienen razón y son los buenos en virtud del hecho de ser estadounidenses. La palabra con que Saul Below define este hábito es 'angelización'. En lo que respecta al lado encabezado por EE UU, por consiguiente, no sólo necesitamos una revolución en las conciencias, sino una adaptación del carácter nacional: el trabajo, quizá, de toda una generación.

¿Y en el otro lado? Extrañamente, el mundo de pronto se siente bipolar. Una vez más Occidente se enfrenta a un sistema irracional, agónico, teocrático / ideocrático que es básica e implacablemente opuesto a su existencia. El viejo enemigo era una superpotencia; el nuevo enemigo ni siquiera es un Estado. Al final, la URSS se descompuso por sus propias contradicciones y anormalidades, obligada a darse cuenta, según las palabras de Martin Malia, de que 'no existe el socialismo y la Unión Soviética lo construyó'. Entonces, también el socialismo era un experimento modernista, incluso futurista, mientras que el fundamentalismo militante se encuentra en una fase de su evolución de finales del medievo. Tendríamos que asistir a un renacimiento y a una reforma, y después esperar a la ilustración. Y no vamos a hacerlo.

¿Qué vamos a hacer? Tendrá que venir la violencia; Estados Unidos tiene que tener su catarsis. Esperemos que la respuesta no sea, sobre todo, una escalada. Debería también ser un espejo del ataque original en cuanto a su capacidad para dejarnos atónitos. Un ejemplo utópico: el pueblo paralizado y sumido en la ignorancia de Afganistán, que se prepara para un invierno de hambre, no debería ser bombardeado con misiles de crucero; debería ser bombardeado con paquetes de alimentos donde estuviera claramente escrito: préstamo y arriendo - USA. Y desde un punto de vista más realista, a no ser que Pakistán pueda entregar a Bin Laden, la represalia de EE UU casi con toda seguridad tendrá proporciones elefantinas. Así el terror que viene de arriba repondrá las fuentes de todo el terror que viene de abajo: las heridas sin curar. Éste es el clásico círculo vicioso tan bien captado en el relato de V. S. Naipaul, Tell Me Who To Kill.

Nuestro mejor destino, como seres que comparten un planeta, es el desarrollo de lo que se ha llamado 'conciencia de especie', algo que está por encima de nacionalismos, bloques, religiones, etnias. Durante esta semana de desdicha incrédula, he estado intentando aplicar este tipo de conciencia y de sensibilidad. Pensando en las víctimas, en los perpetradores, y en el futuro cercano, sentí pena de especie, después vergüenza de especie, y luego miedo de especie.

Martin Amis es escritor británico.

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