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Columna
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Racismo otrora

Por supuesto que no soy racista, aunque, a mi entender, se enfoca con poca exactitud el problema. Me refiero a las circunstancias y experiencias vividas, que no tienen por qué coincidir con ajenas apreciaciones y cuya idoneidad me es imposible garantizar. Mis recuerdos no proceden de archivos oficiales u oficiosos, que son lugares donde se recoge y guarda lo que el archivero quiere. Me remonto a los años en que los españoles cruzaban las fronteras en busca de lo que aquí no tenían, el más importante de los motivos para la emigración. Quizá José Luis de Vilallonga sea uno de los raros ejemplares que abandonó España, sin apuros económicos, para vivir en Hollywood y en París. Si yo hubiera tenido su estatura y charme hubiera hecho otro tanto.

En París, la referencia superficial se reducía a los obreros de la Renault y a las chachas que apacentaban unos curas en la rue de la Pompe. Tuvieron un éxito fabuloso, hasta que fueron advertidas y conscientes de que Madame las explotaba inicuamente, remitidas a las buhardillas y escasamente remuneradas. Percatadas de ello, transcurrió muy poco tiempo hasta que tuvieran que liar el petate y ser sustituidas por boniches argelinas y marroquíes. Es una carrera de relevos. En aquellos años 50-60 frecuenté la capital francesa, donde, por razones de sanidad familiar, alquilé un piso. Mis amigos españoles fijos eran Eduardo Haro Tecglen, Enrique Llovet y Rafael Lorente, estos cónsules adjuntos con quienes nos encontrábamos en la puerta de la representación patria. En la mayor parte de mi vida nunca puse los pies en una embajada, ministerio o lugar gubernamental, por la sencilla razón de que no precisaba de sus servicios. El pasaporte válido y los visados lo hacían innecesarios.

Durante un largo periodo desempeñé la corresponsalía del Daily Express y la revista Paris-Match, el último gigante de la prensa semanal, antes de la televisión. Figurar en el elenco de aquella publicación era tener la llave de Europa en el bolsillo. Y yo figuraba. Quiero decir que por muy frívola que fuera mi existencia europea, vivía en ámbitos informativos de cierto relieve, en el mundo de aquella época.

Los españoles emigraban y de ello supongo que hay estadísticas minuciosas. No sólo aquéllos a quienes el hambre y la miseria de la posguerra civil empujaba, sino muchos trabajadores que la naciente industria había preparado técnicamente, que buscaron mayor prosperidad y promoción. La mayoría, empero, como sigue ocurriendo, partía sin la menor preparación específica, aunque siempre, en todas latitudes, nuestros paisanos desarrollan una actividad muy mitigada entre nosotros. El rendimiento laboral podría estar condicionado por la alta barrera del idioma y las condiciones climáticas en lugares como Bélgica, Alemania, Suiza, Inglaterra, el norte de Francia y los países escandinavos, cuyos rigores les confinaban entre el puesto de trabajo y el hogar. Muchos fracasaron, muchos utilizaron los ahorros para instalarse en la patria chica y muchos arraigaron en aquellas regiones.

Pero, escúchenme, por favor, no se advertía la presencia de españoles por las calles, salvo algunos escasos e iniciales turistas bullangueros. Referido a París, ni en los Campos Elíseos, Montmarte, Pigalle, Saint Germain des Prés, ni en los Prix Uniques o las Galerías Lafayette. Otros tiempos. Los españoles que carecían de papeles era poquísimos, pues solían repatriarlos sin contemplaciones.

Quizá por moverme en otras esferas no se les veía el pelo. Eran otras edades y los paisanos salían poco a la calle. Hoy, en esta ciudad nuestra, admira la multitud cromática que circula constantemente en todas direcciones, mujeres y hombres de otras razas. Por la tele comprobamos su gran facilidad para confeccionar o blandir pancartas reivindicativas. Alguien me ha dicho, en una cafetería, que las empleadas de color, aparte de no conocer las nociones del oficio, viven muy preocupadas por que sus día libres sean los sábados y los domingos. Para eso están las de Toledo o Palencia, parece ser. Vivo bajo la impresión de que es incorrecta la homologación de nuestros emigrantes a Europa con la de los que ahora llegan hasta nosotros. Perdonen el desahogo. No, no soy racista; quizá me he hecho mayor.

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