Violencia y justicia en una era mundial
El gran filósofo de la Ilustración Immanuel Kant escribió hace más de doscientos años que estamos 'inevitablemente juntos'. Una violenta abrogación de la ley y la justicia en un lugar tiene consecuencias en otros muchos y se puede experimentar en todas partes. Aunque meditó largo y tendido sobre estas cuestiones y sus implicaciones, no podía haber sabido lo profundas e inmediatas que resultarían sus preocupaciones.
Desde Kant, nuestra interconexión y nuestra vulnerabilidad mutuas han aumentado con rapidez. Ya no vivimos, si es que alguna vez fue así, en un mundo de comunidades nacionales discretas que tienen el poder y la capacidad exclusiva para determinar el destino de quienes en ellas habitan. Por el contrario, vivimos en un mundo de comunidades de destino superpuestas. La trayectoria y el futuro de nuestros Estados nacionales están ahora fuertemente enredados. En nuestro mundo, no es sólo la violenta excepción la que une a los pueblos por encima de los límites fronterizos; la propia naturaleza de los problemas y procesos diarios une a la gente de múltiples maneras. Desde el movimiento de ideas y mecanismos culturales hasta las cuestiones básicas que plantea la ingeniería genética, desde las condiciones de la estabilidad financiera hasta la degradación del medio ambiente, el destino y la fortuna de todos nosotros están completamente entremezclados.
Una respuesta defendible, justificable y sostenible al 11 de septiembre debe ser acorde con nuestros principios básicos
La historia de nuestro orden progresivamente global no es singular. Hay muchos mitos sobre la globalización, y hay uno en especial que resulta pernicioso; a saber, que la era está cada vez más definida por mercados, procesos económicos y fuerzas sociales globales que necesariamente escapan al control de los Estados y de los políticos. La proliferación de mercados de bienes, servicios y finanzas ha alterado, en efecto, el terreno político. Pero la historia de la globalización no hace referencia sólo a la expansión de los mercados, la desregulación neoliberal y la abdicación de la política; es también una historia de aspiraciones cada vez mayores a un derecho y a una justicia internacionales. Desde el sistema de Naciones Unidas hasta la Unión Europea; desde los cambios del derecho de guerra hasta la consolidación de los derechos humanos; desde la aparición de las normativas internacionales sobre medio ambiente hasta la fundación del Tribunal Penal Internacional; todo ello cuenta también otra narración: un relato que intenta enmarcar de nuevo la actividad humana y afianzarla en la ley, los derechos y las responsabilidades.
Ésta es la razón por la que el 11 de septiembre es un momento determinante para la humanidad. La violencia terrorista ha sido una atrocidad de extraordinarias proporciones; ha sido un crimen contra Estados Unidos y contra la humanidad; un atentado que se clasifica entre los crímenes más nefastos del mundo. Y ha sido, no nos confundamos, un ataque contra los principios fundamentales de la libertad, la democracia y el imperio de la ley y la justicia.
Estos principios no son sólo principios occidentales. Algunos de sus elementos se originaron a principios de la edad moderna en Occidente, pero su validez se extiende mucho más allá. Porque estos principios son la base de una sociedad justa, humana y decente, de cualquier religión o tradición cultural. Parafraseando al teórico del derecho estadounidense Bruce Ackerman, no hay ninguna nación sin una mujer que ansíe la igualdad de derechos, ninguna sociedad sin un hombre que niegue la necesidad de respeto y ningún país en vías de desarrollo sin una persona que no desee los medios mínimos de subsistencia para poder proseguir su vida diaria. Los principios de libertad, democracia y justicia son la base para articular y consolidar la libertad igual de todos los seres humanos, independientemente de donde hayan nacido o de donde se hayan criado.
La intensidad de las diversas respuestas a las atrocidades del 11 de septiembre es plenamente comprensible desde cualquier perspectiva. No puede haber muchas personas en el mundo (a pesar de las imágenes de celebración en algunos lugares retransmitidas por los medios de comunicación) que no experimentasen conmoción, repulsión, horror, incredulidad, ira y deseo de venganza. Esta gama de emociones es perfectamente natural en el contexto de los acontecimientos inmediatos. Pero no puede ser la base de una respuesta más meditada e inteligente.
Los principios básicos de nuestra sociedad, esos mismos principios atacados el 11 de septiembre, exigen que nos paremos a reflexionar: que no generalicemos excesivamente nuestra respuesta a partir de un momento y un conjunto de acontecimientos; que no saquemos conclusiones basadas en preocupaciones que surgen en un país determinado, y que no reescribamos y remodelemos la historia desde un único lugar.
La lucha contra el terror debe plantearse en términos nuevos. No puede haber una vuelta al planteamiento fortuito y complaciente del terrorismo que se tenía el 10 de septiembre. Es necesario poner en vereda a los terroristas y exigir responsabilidades a quienes los protegen y alimentan. La intolerancia total está plenamente justificada en estas circunstancias. El terrorismo niega nuestros más entrañables principios y ambiciones.
Pero una respuesta defendible, justificable y sostenible al 11 de septiembre debe ser acorde con nuestros principios básicos y con las aspiraciones de seguridad de la sociedad internacional, con el derecho y con la administración imparcial de la justicia, aspiraciones dolorosamente formuladas después del Holocausto y la II Guerra Mundial. Si los medios desplegados para luchar contra el terrorismo contradijesen estos principios, puede que se satisfaga la emoción del momento, pero nuestra mutua vulnerabilidad se verá acentuada. Nos alejaremos todavía más de un orden mundial más justo y seguro. Esto podría fácilmente suponer el aumento de la intolerancia respecto a todos los intentos de protestar y de cambiar las circunstancias políticas, aunque respeten la ley y tengan una orientación pacífica.
La guerra y el bombardeo son una opción para el futuro inmediato; pero otra alternativa es una comisión internacional sobre terrorismo global que podría configurarse siguiendo el modelo de los tribunales de guerra de Núremberg y Tokio, y que trabajase bajo la autoridad de unas Naciones Unidas renovadas y revitalizadas.
Dicha comisión podría estar dotada de competencias para investigar quiénes son los responsables del nuevo terrorismo en masa y llevarlos ante la justicia. Respaldada por la capacidad de imponer sanciones económicas, políticas y militares -y apoyada por la capacidad militar de Naciones Unidas y la OTAN-, podría ser la base de una investigación y de un sistema de castigo que exija el respaldo mundial. Podría ser la base no sólo para el fortalecimiento de los mecanismos jurídicos y multilaterales existentes, sino también para ayudar a definir un nuevo orden justo, responsable y democrático. Los medios serían consecuentes con la defensa de los principios amenazados. El terrorismo debe ser considerado delito a escala internacional, no erradicado mediante acciones violentas.
No soy pacifista. El motivo de estas recomendaciones no es evitar el uso de la fuerza represiva en todas las circunstancias. Por el contrario, se basa en el deseo de consolidar los elementos más humanos y justos de nuestro orden mundial que se han establecido a lo largo de las últimas décadas, y afianzarlos de tal forma que puedan ganarse el respeto y la lealtad de todos los pueblos, en todas partes.
Pero, por tomar una frase prestada, no sólo debemos ser duros con el crimen, sino también con las causas del crimen. Fuesen quienes fuesen los que perpetraron el atentado del 11 de septiembre, sabemos que siempre habrá voluntarios para las misiones suicidas, para los atentados suicidas y para los grupos terroristas si no nos preocupamos por las cuestiones más amplias de la paz y la justicia social en la comunidad mundial.
En nuestra era global, forjada por las parpadeantes imágenes de la televisión y por los nuevos sistemas de información, la grave desigualdad de oportunidades vitales que se da en muchas regiones del mundo alimenta un frenesí de ira, hostilidad y resentimiento. Sin una paz justa en Oriente Próximo y sin un intento de anclar la globalización en unos principios significativos de justicia social no puede haber una solución duradera al tipo de crímenes que acabamos de ver.
Por supuesto, dichos crímenes pueden ser a menudo obra de locos y fanáticos, y, por tanto, no puede haber garantía de que un mundo más justo vaya a ser más pacífico en todos los aspectos. Pero, si volvemos completamente la espalda a estos retos, no hay esperanza de mejorar la base social de desventaja a menudo experimentada en los países más pobres y dislocados. Graves injusticias, unidas a una sensación de desesperanza nacida de generaciones de descuido, alimentan la ira y la hostilidad. El apoyo popular contra el terrorismo depende de que se convenza a la gente de que existe una forma legal y pacífica de solucionar sus quejas.
Kant tenía razón: la abrogación violenta de la ley y la justicia en un lugar rebota en todo el mundo. No podemos aceptar la carga de situar la justicia en una dimensión de la vida -la seguridad- sin intentar al mismo tiempo situarla en todos los demás aspectos.
David Held es titular de la cátedra Graham Wallas de Ciencias Políticas en la London School of Economics. Este artículo le ha sido encargado por OpenDemocracy como parte de un debate internacional que se está presentando en OpenDemocracy.net.
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