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Columna
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Odiseas urbanas

Hay un hombre tirado de bruces en la acera, con un cuchillo clavado en la espalda, que trata de incorporarse y extiende un brazo pidiendo ayuda, los viandantes le contemplan horrorizados un instante y... echan a correr en sentido opuesto lanzando recelosas miradas a su alrededor para comprobar que nadie ha podido verles en tan innoble actitud.

La situación es ficticia pero las reacciones son reales, pues se trata de una grabación de cámara oculta, una de esas bromas pesadas para las que tienen bula los guionistas de televisión porque cuentan con el beneplácito casi unánime de sus víctimas: lo importante es salir en televisión, aunque sea haciendo el ridículo, o el mal, como en el caso de los huidizos ciudadanos que salían a escape de la escena del crimen trucado como si hubieran sido ellos mismos los asesinos.

Los transeúntes conectan el piloto automático en sus trayectos, nunca pasean, sólo transitan con la mirada vacía para no enfrentarse con la violencia y la decadencia. Entre las víctimas de la cámara asesina hubo también buenos samaritanos que llamaron a gritos una ambulancia y se detuvieron para darle ánimos al presunto apuñalado, aunque alguno debió de sentir luego deseos de rematarle, al saberse objeto y sujeto de una broma de mal gusto.

Los mendigos, los drogadictos, los jóvenes rapados o greñudos, los adolescentes tatuados y ruidosos en pandilla, los extranjeros que no parecen turistas, los vendedores y los repartidores de propaganda y esos tipos que se acercan para pedir fuego o preguntar por una calle seguramente con ocultas intenciones. Todos son sospechosos; el transeúnte se ha visto reflejado de refilón en un escaparate y se ha estremecido al ver su fantasma.

El domingo por la mañana, otro ciudadano ha desayunado leyendo el periódico en una cafetería de la Gran Vía y callejea hacia la Corredera para ver cuántos pequeños comercios galdosianos han caído esta semana, entra en la penumbra de la calle del Desengaño sin mirar en los rincones, sin escuchar los cantos nada seductores de las pálidas sirenas que parecen parcas y sale al sol en la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta, joven santa y monja madrileña del siglo XX que no hizo nada para merecerse este desolado espacio urbano, campamento de no menos desolados pobladores que se hacinan en sus soportales y tienen su ágora, su patio de vecinos de Monipodio en este páramo rectangular, frente a la iglesia de San Martín, un santo que pasó a la Historia de la Santidad por darle la mitad, exactamente la mitad, de su capa a un mendigo un día de frío. Los mendigos que toman el sol a la puerta del cine Luna nunca hubieran aceptado un regalo como ése.

Hay un yonqui casi translúcido con los ojos cerrados y la jeringuilla colgando de su brazo exhausto y en su rostro una expresión de cadáver feliz. A su lado, sus compañeros se agitan en sus tratos y maltratos. El paseante que ha sorteado los escollos del Desengaño ha caído en la trampa de acercarse demasiado a estos monstruos de Escila y de Caribdis, les ha mirado a los ojos y ha captado fragmentos inconexos de su inconexa jerga, y la mañana del domingo se le ha puesto tan triste como si fuera la tarde del domingo.

Drogadictos, ilegales, marginados, una plaga que honestos ciudadanos decididos a la acción trataron de combatir hace unos días arrojando artefactos incendiarios a un edificio sin techo en el que dormían algunos de estos parásitos indocumentados. Otros colegas fueron, indignados, a tirarle huevos a la mezquita como buenos integristas cristianos. La violencia, escribió Chester Himes, es como un ciego con una pistola, como ese policía cegado por la locura y la depresión que el otro día se lió a tiros en la glorieta de Quevedo hasta que fue abatido por sus compañeros cuerdos.

Los ciudadanos respetuosos con la ley y el orden no se meten en lo que no les importa, y sólo les importan sus cosas; mientras navegan con el piloto automático, sus mentes están en lo suyo, en sus negocios y en sus ocios, y si algún día tienen la mala suerte de que les apuñalen en la calle, expirarán sin armar escándalo y sin poner a la gente de bien en un compromiso.

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