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Columna
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Trozos del corazón bilbaíno

Terminando el siglo y comenzando uno nuevo, los libros de fotografías sobre Bilbao han proliferado por doquier. Si se analizan detenidamente cada uno de ellos se llega a la conclusión de que el primer emblema de la villa que fundó don Diego -es decir, el puente y el alcázar, este último convertido años más tarde en iglesia de San Antón- ha cedido su protagonismo a muchas de las vistas que proporciona el Museo Guggenheim. Es la imagen de los nuevos tiempos, de la tecnología avanzada, del diseño innovador, la moda. El nuevo maquillaje de una ciudad que, olvidando su pasado de hierro y escorias, se remodela desde el titanio y el frágil cristal. Es un Bilbao que se vende desde sus calles más céntricas, por sus construcciones más relumbrantes y olvida barrios y pueblos, los que siempre han dado, como dice la canción, solera y ambiente. En estas labores los fotógrafos consiguen habitualmente resultados brillantes. Garantizan unas publicaciones preciosistas y amables con buena acogida ante el publico. No obstante, el toque magistral solo llega cuando la idea principal parte del propio autor, cuando se aleja de modas efímeras y previas imposiciones estilísticas. Así puede nacer una construcción icónica original, auténtica, sincera, aunque de impredecibles resultados comerciales.

En uno de estos trances está Fede Merino (Reinosa, 1943) con un proyecto realizado a lo largo de los 365 días del 700 aniversario de Bilbao. Este veterano de la cámara ha llevado a cabo un chequeo fotográfico de la Villa de manera sistemática. Día a día, ojo avizor, en un obligado paseo entre calles, sobrellevando el esfuerzo con una sonrisa jovial, ha sido capaz de captar detalles magníficos. Siempre en blanco y negro, con la ayuda de su desgastada Nikon, ha esbozado un discurso amable y sencillo, el de la vida cotidiana, sin marcadas exuberancias, sin olvidarse de nada importante. De esta forma, tenemos una ciudad de primavera, verano, otoño e invierno. Calles, barrios, parques, edificios, obras, huertas. Un abanico de elementos que ofrecen acertada visión de conjunto, un criterio en el que todos los escenarios adquieren relevancia, donde todo resulta importante.

El titulo que lleva este colosal trabajo es Bilbao beti, siempre, toujours, forever. Todo un archivo gráfico realizado entre el 16 de junio de 2000 y la misma fecha de este año por Fede, con la colaboración de su hijo Carlos para clasificarlo. El viaje va desde Abando hasta Kastrexana, sin olvidar Olabeaga, Txurdinaga, Solokoetxe, Zabala o Arabella. Se vive la fiesta de Olentzero, la Aste Nagusia, el mercado de Santo Tomás y naturalmente el Carnaval. Es una tromba de imágenes ordenadas y repletas de sentido. El estilo es claramente documental, brotan por doquier guiños a distintos autores del género. Dentro de ello, se nota cierta inclinación hacia conceptos antropológicos aprendidos por boca de don Julio Caro Baroja. Tampoco faltan algunos ramalazos artísticos de los que seguro tienen algo que ver las horas pasadas por el autor en el teatro Arriaga, fijando en sus negativos las más variadas actuaciones. El elemento humano juega papel principal. Tenderos, inmigrantes, monjas y chiquiteros, todos son bilbaínos.

La presencia de algunas autoridades locales es obligada, pero a partir de ahí los personajes transitan por el anonimato. Así, una mujer embarazada anuncia un parto inminente. El pobre, de rodillas, pide limosna en la calle; una atrevida pintora toma apuntes en la plaza Moyúa; jubilados descansan sentados en un banco del parque, otros bailan a lo agarrao ante el nuevo kiosco de la Casilla. Situaciones polifacéticas de una ciudad que sin querer la hacemos nuestra y este es el éxito más sugerente de un trabajo ciclópeo.

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