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Columna
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Del miedo

Josep Ramoneda

Las noticias del verano me habían dejado una imagen inquietante: los servicios municipales limpiando con celeridad y diligencia las plazas que iban abandonando los sin papeles subsaharianos en su errático recorrido por Barcelona con la policía en los talones. Cada vez que cambiaban de lugar, los informadores entendían que era noticia que la plaza había sido sometida a un lavado inmediato. No dudo de que ni los que dieron la orden a las brigadas municipales ni los que subrayaban este dato en sus crónicas eran conscientes de lo equívoco de la noticia. No he leído ni oído nunca que hayan sido barridas con máxima rapidez las plazas y calles ocupadas por los noctámbulos en las noches de viernes. Al revés, la noticia es la falta de limpieza en la ciudad. Y sin embargo, unos creían que había que limpiar con urgencia los lugares por los que pasaban los subsaharianos, como si se tratara de borrar su huella, y otros pensaban que los ciudadanos tenían necesidad de saberlo, como si estuviesen esperando la purificación de estos espacios públicos. Un cruce de caminos peligroso que confirma que hay pulsiones a los que todos estamos expuestos, a veces sin ni siquiera darnos cuenta.

Sin embargo, nada resiste en nuestro imaginario a la imagen del choque del avión -y la explosión consiguiente- en la segunda torre gemela de Nueva York, cuando la primera ya estaba en llamas. Desde entonces todo lo demás parece pequeño, porque el terrorismo ha roto esta vez cualquier noción de límites. Ha ido más allá de lo que era imaginable, por tanto de lo que resultaba asumible y entendible. La desmesura puede con todo y, sin embargo, la imagen de pesadilla de Nueva York, a cuyo impacto nadie puede escapar, y la imagen de la limpieza de Barcelona, que para tantos pasó perfectamente desapercibida, tienen en común que pertenecen a un mismo momento, a un mismo estadio político-cultural de la humanidad, el estadio de la violencia globalizada, sus causas y sus efectos. Precisamente porque ni siquiera percibimos imágenes aparentemente inocentes como la de la limpieza de las plazas abandonadas por los subsaharianos, nos ha cogido en la más absoluta sorpresa y desconcierto lo ocurrido en Estados Unidos.

Ahora estamos sobrecogidos. Todo lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que antes del día 11 ocupaba las páginas de los periódicos y alimentaba nuestros análisis, se empequeñece ante el terror universal. Sin duda, un hecho de esta envergadura restaura la jerarquía de los acontecimientos, lo cual siempre es útil en una sociedad mediática que bombea información discriminada por criterios no siempre objetivos las 24 horas del día. Y sin embargo, junto a la compasión, el horror por la suerte de las víctimas, la razón principal por la que el gran acontecimiento ocupa nuestras mentes es el miedo. Miedo a vernos súbitamente incorporados al espacio de acción de la violencia globalizada, miedo a las consecuencias de una crisis económica generalizada, miedo a que la respuesta a la agresión no haga sino provocar más motivos para el miedo, miedo a este atacante invisible, que parece disponer del don divino de estar en todas partes a la vez sin ser visto.

En estas circunstancias, pensar está muy condicionado. El desconcierto es la respuesta a la ruptura de los límites, a la visión espeluznante de lo que parecía impensable. Lo hemos visto en televisión, lo cual no hace más que sumar certeza: lo que sale en la pequeña pantalla es lo que socialmente existe. Aunque la invisibilidad de las víctimas, en la que el Gobierno americano ha puesto gran celo, pueda debilitar la sensación de realidad, como si el peso simbólico de las torres lo acaparara todo. Surgen en estos momentos las pasiones automáticas, es decir, los tópicos: el proamericanismo sin fisuras y el antiamericanismo histórico, la lealtad a Estados Unidos sea cual sea el disparate que haga, el desacuerdo con Estados Unidos aunque acierte en las respuestas. El tabú del racismo se rompe con suma facilidad. Y sobre todo, mandan los temores. Ante el miedo la gente claudica muy deprisa. En este momento se aceptarían con suma facilidad todas aquellas medidas que en nombre de la seguridad restringieran las libertades.

Dichosos los días en los que eran noticia las querellas entre Mas y Maragall, el Fòrum 2004 y la sumisión de Convergència i Unió al PP. Es verdad que es propio de las sociedades satisfechas y confiadas preocuparse por las cosas menores. Hay países con fama de gran bienestar, como Suiza, especiales en no ser nunca noticia, que tiene que calmar su aburrimiento haciendo referendos sobre la caza o sobre la limpieza de las calles. Pero no es Suiza el ideal ni la respuesta al problema que nos atemoriza. La respuesta pasa por exigir una cierta grandeza a quienes han convertido la política en cosas menores y, a menudo, miserables. Porque la aceptación ciega de lo que se impone como verdad del momento, a la que todos nuestros líderes políticos se han apuntado, tiene como consecuencias que cuando la realidad del estado de violencia globalizada estalla nos coge por sorpresa. Sin embargo, los síntomas abundaban por todas partes y nadie ha querido verlos ni señalarlos. No sólo porque España tiene también en el País Vasco su cuota de violencia terrorista. Otros muchos signos de la crisis que ha globalizado la violencia nos llegan cada día: la inmigración, la violencia urbana, la regresión nacionalista y fundamentalista son algunos de los signos de un mundo que nuestros políticos confunden demasiado a menudo con las cifras macroeconómicas y las políticas monetarias que emanan de Washington. Estos signos estaban ahí, para quien quisiera verlos y entenderlos.

Volveremos a las cosas menores de la vida política de cada día si son capaces de interesarnos: es decir, de afrontar las cuestiones de la sociedad global, porque nadie es ajeno a ellas, y a situar nuestra realidad en esta perspectiva. Ciertamente, es más difícil interesarse por la pequeña política local después del martes día 11. En todo el mundo hay grupos de ciudadanos demócratas que participan de las preocupaciones generales y que resisten a los sistemas exclusivistas. En países como el nuestro se supone que estos grupos son mayoría, aunque una política cada vez más descafeinada les ha aburrido y ha acabado con muchos de ellos en el cinismo o en la abstención. Recuperar la política debería ser la consigna, porque la desidia de las sociedades ayer satisfechas, hoy atemorizadas, significa aceptar resignadamente la condición de blancos potenciales.

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