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Tribuna
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Vieja ciudad nueva

En las breves paredes de mi casa comparten espacio Marilyn Monroe, interpretada por el eterno amigo Joan A. Toledo y el Puente Viejo de Mostar, apresurada obra de un artista que sobrevivió a su destrucción.

Los símbolos objeto siempre de la inquina, que la ignorancia y el desprecio avivan. Orgullo de quienes los elevaron a monumentos perennes, y presa desgraciada de lo efímero de toda gloria humana.

Hoy, la tragedia sobrecoge. Se agranda con los medios de comunicación, el más grande de los inventos desde Gútemberg. El perfil de Manhattan es, era, el perfil de la ciudad. O de La Ciudad, como la Roma de todos los tiempos. Para gentiles y cristianos, para los bárbaros que esperaba Kavafis y que ya ocupaban las plazas; para circuncidados o desesperados de todas las latitudes. Referencia y punto de encuentro, hogar de las discusiones, de los conflictos; espacio para la controversia, y, por tanto, espacio en el que se pueden resolver las violencias que acompañan a la especie.

La peste de la exclusión, el flagelo esgrimido de la venganza, ambas ciegas siempre, amenaza una vez más a la frágil epidermis de la tolerancia, de la compostura del razonar. Precisamente en la ciudad, La Ciudad. Nueva York ahora. Todos los días, de muchos años, Beirut. O ayer Jericó, que se lleva la palma, sin ironía, de agresiones antiguas...por ser más vieja.

Las veo juntas, a las ciudades y a sus víctimas. Es insoportable. Las ruinas de la más genuina de las creaciones humanas, de la convivencia. Las ciudades. Cruces, medias lunas, estrellas de David. En colinas sedientas, en parques abonados por los cadáveres, entre amasijos de hierro y cemento. Y el estupor de las gentes, el silencio de las viejas películas documentales, en blanco y negro. Y los retratos sepia de tantos esperpentos amenazantes.

Nueva York, resumen de las ciudades. De los sufrimientos de los ciudadanos, de los hombres y mujeres, diversos. De sus goces y esperanzas. Como Beirut, como Mostar, como Argel, como Nicosia, como Jerusalén, como Berlín. Como la mía. Desayuno, almuerzo, cena. Encuentro de los propios, saludo de los ajenos. Pantalla de ordenador, furgón de reparto, golpe preciso en el yunque, estiba precisa en el buque o en la bodega del avión; teclado sobre la hoja del periódico de mañana. Lo cotidiano, con sus esperanzas, torpezas, éxitos y melancolías. Los amores sobre los bancos públicos en el anuncio del otoño. La fragilidad de los sentimientos. Eso es la ciudad. Y más. De Grecia o Siria, a Roma. Y a Venecia. O a las ciudades imaginarias, de San Agustín a Moro.

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La ciudad del mercado y de la convivencia. Amparo de las libertades. De la transacción, de la transigencia. Del orden civil, de la Ley en suma, como expresión de la voluntad de entendimiento.

Golpe a la ciudad, amenaza a las libertades. Los liberticidas no son solo quienes nos aterran con su enormidad. A ellos se agregarán los liberticidas de siempre, agazapados como el bacilo de la peste, prestos a proclamar una nueva cruzada que deshaga el lento trenzado de la paz kantiana, nuestra mejor herencia después del siglo breve de las crueldades sin nombre, el de Primo Levi o Jorge Semprún. Y de tantos millones anónimos sepultados en las fosas comunes de todos los cementerios bajo la luna implacable. El siglo que pensamos en 1989 enterrado.

Que nadie lo resucite. Y que se imponga, una vez más el optimismo de la razón. El que hizo posible las ciudades.

La ciudad, desde sus ruinas, sobre las que se edificó siempre, renacerá.

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