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Reportaje:

Un museo secreto

El recinto del antiguo hospital del Rey atesora la historia de la sanidad española en un bello edificio colonial

El norte de la capital esconde para el paseante una sorpresa. Tiene que ver con la ciencia, concretamente con la más humana de las ciencias, la Medicina. Se halla oculta entre los pabellones del Instituto de Salud Carlos III, en el arranque de la calle de Sinesio Delgado: se trata del Museo de Sanidad e Higiene, tal vez el más joven de los museos de Madrid, pero, con certeza, el más envuelto por el secreto. Cabe visitarlo gratuitamente, en pequeños grupos, de lunes a viernes, entre las diez de la mañana y las dos de la tarde.

De apenas cinco años de vida, el museo parece escondido entre los pabellones de estilo colonial diseminados por un predio arbolado, hasta hace poco conocido como Hospital del Rey. Ideado en 1916 para albergar un vasto centro sanitario público, a partir de 1925 acogió a los enfermos pobres de Madrid afectados por viruela, paludismo, tuberculosis y otras dolencias infecciosas o contagiosas. Ello explica la dispersión de los pabellones, separados por jardines de pinos. Eran tiempos en los que aún no existían ni las sulfamidas, ideadas por Domagk, ni los antibióticos, por sir Alexander Fleming una década después. Por entonces, los madrileños, desde la intemperie, contemplaban a sus parientes enfermos yacentes detrás de grandes cristaleras. Quizá por ello, a lo largo de casi un siglo, este recinto ha permanecido envuelto por un velo intangible de lejanía y secreto.

Hoy, sin embargo, es un predio sano, remansado y frondoso, donde el museo ocupa la segunda planta de un pabellón de unos 800 metros cuadrados diseñado, con cierto sabor británico, por el arquitecto Ricardo G. Guereta hace 76 años. Primero fue la sede del laboratorio del hospital del Rey. Hoy, su fachada color crema se ve rematada por un reloj Girod que da la bienvenida al visitante: su maquinaria impoluta, engrasada y repintada de verde, tictaquea vigorosamente detrás de un cristal. Pese a su juventud, el museo resume la densa historia de la sanidad pública en España, con mención a figuras de renombre universal como los investigadores Orfila, Finlay, Delgado, y Ramón y Cajal, entre otros. Sobre sus anaqueles, poyetes de azulejos muy de principios del siglo XX y paredes reposan centenares de objetos, enseres, libros, cuadros y noticias que explican de manera sencilla este proceso: desde los 10 preceptos del juramento del griego Hipócrates, que vincula a los médicos al combate supremo contra el sufrimiento, hasta las estufas metálicas de aseptización a 120 grados, las mesas de disección, los maletines de instrumental, las lámparas de rayos X o las básculas con cestita de junco para pesar bebés.

Allí se da noticia de un episodio que aún estremece la memoria. Data del año de 1803. Se trata del viaje alrededor del mundo de un buque que zarpó de A Coruña, fletado por orden del rey Carlos IV de Borbón, para vacunar desde él a miles de súbditos del imperio español allende los mares, en América y el Pacífico. Lo conmovedor del caso es que quienes suministraban la linfa para la inoculación de las vacunas a terceros fueron 20 niños vivos, procedentes de la inclusa coruñesa, en el buque embarcados. A conciencia, se les había inoculado la infección del germen de la viruela: de las vesículas que la enfermedad formaba en su piel, los galenos extraían las vacunas que luego administraban a los indios. No hay noticia de cuántos de aquellos niños-cobayas gallegos sobrevivieron. El buque circunnavegó el mundo y, tras cruzar África, regresó a España. 'Hay que recordar que la gripe, en los primeros años del siglo XX, se cobró hasta 250.000 víctimas', recuerda el doctor Ramón Navarro, artífice casi a pulso del acopio de los materiales que el museo alberga. Ex responsable del hospital del Rey, ahora jubilado, dedica su vida al museo, 'memoria de la medicina preventiva y de la sanidad pública en España', señala. Navarro fue alumno de uno de los médicos españoles más renombrados, Gregorio Marañón. Hoy, junto con el director del museo, el doctor Víctor Conde, ha hecho revivir en cada rincón de las 16 salas de este escenario la pasión humanizante que da sentido a la profesión médica: una lápida recuerda a los médicos que dieron la vida por sus pacientes, contagiados por las mismas infecciones que combatían.

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