La piña americana
El culto a la Constitución de 1787, a las instituciones y a la bandera forma parte esencial del currículo escolar
Cuenta Herbert Lottman, en su magnífica biografía del mariscal Philippe Pétain (Espasa Calpe, 1998), que, cuando el general John Spears, enlace del Ejército británico con el Estado Mayor francés, pidió al anciano soldado en mayo de 1940 que Francia resistiera unos pocos meses más al invasor alemán hasta la cantada entrada de Estados Unidos en la guerra, el vencedor de Verdún le contestó: 'Las guerras no las ganan los generales, sino los maestros de escuela'. Era una alusión al desánimo y el pesimismo que se había apoderado de los combatientes galos, tras el fulgurante avance nazi sobre París. Ese problema no existe en Estados Unidos. Los maestros pueden enseñar de todo, menos pesimismo y falta de patriotismo. El culto a la Constitución de 1787, la más antigua de las escritas en las democracias occidentales, a las instituciones y a la bandera forma parte esencial del currículo escolar, tan escuálido en otras enseñanzas.
'Una nación indivisible' es lo que encontrará a partir de ahora el terrorismo internacional
Pero la inmersión patriótica no sólo es lectiva, sino también práctica y escenificada. Todos los días, durante la enseñanza primaria, los niños se reúnen en el patio de sus respectivos centros docentes, y, con la mano puesta en el corazón, recitan el Pledge of allegiance o Promesa de fidelidad a la bandera mientras la enseña de las barras y estrellas es izada en el mástil. Las palabras que pronuncian no las olvidarán jamás. 'Prometo fidelidad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la República que representa, una nación indivisible, bajo Dios, con justicia y libertad para todos'.
El pasado miércoles, 24 horas después de los sangrientos atentados terroristas, la escena se reprodujo en el Capitolio de Washington. Los protagonistas no eran niños, sino los 435 miembros de la Cámara de Representantes y los 100 senadores, reunidos en sesión conjunta para tratar de los sucesos del día anterior. El speaker (presidente) de la Cámara baja, Denny Hastert, invitó a los asistentes a iniciar los trabajos con la renovación de la promesa de fidelidad a la bandera. Como movidos por un resorte, los legisladores se pusieron en pie y, mirando a la enseña nacional, desplegada tras el sillón del speaker, recitaron las palabras que aprendieron de niños. Dos días después aprobaron, sin una sola disidencia, la concesión del doble de la cantidad pedida por Bush para hacer frente a los daños físicos y personales causados por los atentados. Y, por si quedara alguna duda sobre su predisposición a colaborar con un Ejecutivo con una exigua mayoría en la Cámara y en minoría en el Senado, los legisladores se disponían a aprobar una resolución conjunta autorizando al presidente la utilización, como comandante en jefe, de los medios necesarios, incluido el uso de la fuerza militar, para proteger la seguridad nacional. Una autorización necesaria tras la aprobación en 1975 de la War Powers Act, ley destinada a impedir un nuevo Vietnam.
Estados Unidos, que cuenta con la población más individualista y anarquizante del mundo, con una desconfianza innata hacia la intromisión del Gobierno federal en sus vidas, reacciona como una piña y se congrega en torno a su presidente y a las instituciones republicanas en cuanto intuye que algún peligro amenaza al país. Lo ha demostrado a lo largo de su historia de ininterrumpida democracia desde su fundación, en 1776, y volverá a demostrarlo ahora y en el futuro. En 1941, tras el éxito del ataque japonés a Pearl Harbor, el almirante Yamamoto comentó: 'Me temo que hemos despertado a un tigre dormido'. En efecto, el tigre despertó y, con sus recursos ilimitados y el sacrificio de cientos de miles de sus hombres, liberó a Asia del militarismo japonés, y a Europa, del nazismo. En 1989 no tuvo que disparar un solo tiro. El competidor soviético se disolvió por el fracaso del sistema. Sólo perdió en Vietnam, una guerra que los propios ciudadanos norteamericanos nunca entendieron, forzando con su oposición masiva la retirada militar del sureste de Asia.
No será éste el caso en esta nueva guerra, esta vez contra el terrorismo internacional, a la que se enfrenta Estados Unidos y en la que Washington no va estar solo. La reacción del país se ha podido comprobar en las intervenciones de todos los líderes de la nación a todos los niveles, municipal, estatal y federal. Como Franklin Delano Roosevelt tras Pearl Harbor, George W. Bush cuenta con el apoyo de la nación entera, con un 91% de sustento popular, según las encuestas del fin de semana. La adhesión es total como lo demuestran las intervenciones en el Congreso de los legisladores de la oposición. El miércoles, los discursos más rotundos de apoyo firme al presidente provenían de dos demócratas de Nueva York, representantes de la Gran Manzana en el Senado de Washington, Chuck Schumer y Hillary Clinton. Desde Australia, Bill Clinton, cuyo respeto por la dinastía Bush es perfectamente descriptible, hacía lo propio.
'Una nación indivisible' es lo que encontrarán a partir de ahora los patrocinadores, financieros y autores del terrorismo internacional. La imagen de tres bomberos rescatando de entre los escombros de una de las Torres Gemelas un mástil con una bandera casi destrozada para desplegarla inmediatamente después, en una rememoración de la famosa escena de los marines en Iwo Jima, representa, mejor que nada, el espíritu y la determinación de un país que cree firmemente en la estrofa final de su himno patrio. 'La tierra de los libres y el hogar de los valientes'.
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