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Columna
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Terror global

Cuando uno ve desplomarse las torres gemelas de Nueva York, lo primero que se le impone es la fuerza del símbolo. El poder que se hunde, el orgullo que es castigado, la fragilidad de la ambición humana. Y es difícil sustraerse a la vivencia renovada de Babel. Al fin y al cabo, pueda ser que el poder de lo divino no sea ajeno a esta masacre. Y lo que se impone también, al menos para quienes hemos presenciado la catástrofe por televisión y lejos del escenario de los hechos, es una cierta delectación estética, por reminiscencias tal vez, como si contempláramos un filme que incluso tuviera su suspense. Vicios de la época. Pero esos vicios fueron perceptibles en los propios comentaristas, quienes hablaban de los aviones suicidas como aviones de pasajeros sin hacer mención a que, en efecto, llevaban pasajeros dentro y cual si fueran un nuevo tipo de armamento. Durante mucho tiempo, horas, esos pasajeros no existieron y nadie se preocupó por su suerte. Las torres nos tenían fascinados.

Las catástrofes que no nos alcanzan nos abordan casi siempre desde esa doble incidencia, aunque las acompañemos con frecuencia de algún comentario humanitario que no hace, por su obviedad, sino redondear la faena. La visión inmediata de lo ocurrido no suele dar para mucho más, salvo quizá para el horror truculento cuando las imágenes son cruentas, y suele ser la reflexión, no la imagen, la que nos hace ver el verdadero alcance de los hechos. La reflexión nos acerca a la tragedia, nos implica en ella, hace que ésta nos alcance, y lo ocurrido hoy, martes 11 de septiembre, que es cuando escribo, nos alcanza a todos. No es una catástrofe que exija reacciones humanitarias, que apele a nuestra mala conciencia para que podamos limpiarla por el servicio de correos. Lo que hemos visto no está lo bastante lejos, ni es lo suficientemente miserable como para que pueda hacernos un servicio a las almas de los ricos. Lo que hemos presenciado está cerquísima. En una nada hemos visto temblar al mundo, a nuestro mundo, y cada cual habrá sabido sacar sus conclusiones. El terror de de este martes no era un aspaviento en la butaca; corría por las neuronas y ha conmovido a nuestra inteligencia.

Por supuesto, habrá quienes se hayan alegrado por lo que se ha venido a llamar la vulnerabilidad del poder y quienes hayan oído resonar viejos o nuevos ecos ideológicos de una cierta esperanza. Unos habrán clamado por unas medidas más estrictas de seguridad que afecten al llamado mundo civilizado, y otros habrán recurrido al agravio contra el mundo de los pobres y a la respuesta desesperada que éste se está viendo obligado a dar. Crisis de la globalización, conflicto entre civilizaciones, revelación del pecado -sí, también he escuchado esta interpretación-, la verdad es que el criminal ataque se presta a toda clase de lecturas, incluso a varias a la vez. Toda la pluralidad de interpretaciones que caracterizaba al pensamiento de los últimos años, a ese pensamiento mutilado dispuesto a conformarse con retazos de sentido, ha bullido en plena conmoción. ¿Cómo podía ser de otra forma si de manera inesperada vemos tambalearse el mundo en unos minutos y nos quedamos en blanco? Que el orden político pudiera comportarse como el orden natural -un terremoto, por ejemplo- no entraba en nuestras previsiones. Y algo así ha ocurrido.

Lo acontecido supone un reto para el pensamiento -¿o tendremos que recurrir de nuevo a la teodicea?- y un reto a nuestra civilización. Naturalmente, carezco de respuesta para estos retos. Pero hay una serie de circunstancias que me han llamado poderosamente la atención en lo ocurrido. El carácter relativamente artesanal del ataque, por mucha pericia y organización que requiriera, carácter artesanal que cuestiona la omnipotencia de la técnica y la ideología triunfante que se le adhiere. El hecho de que todos hayamos mirado hacia Oriente Próximo al buscar el origen del ataque, lo que prueba que ese es el conflicto fundamental de nuestra época, firme continuador de los dos grandes conflictos anteriores y en el que entran en liza las ideas de la Ilustración y su posible resolución futura, o su definitivo fracaso. La utilización salvaje y criminal de los seres humanos, con la eliminación definitiva de la mínima barrera ética que pudieron suponer los viejos códigos de guerra. La difuminación del concepto mismo de la guerra, convertida ya ésta en algo informe, sin lugar ni tiempos definidos, casi sin agentes. Una fuerza ciega que puede golpearnos en cualquier momento, en cualquier lugar. Casi se diría que Dios se ha hecho definitivamente hombre y ha enloquecido. Es el terror que nos espera.

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