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Columna
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Macroterrorismo

Antonio Elorza

Hacia 1980, por razones que ignoro, el sector cultural de la Embajada francesa en Madrid me otorgó un trato muy favorable, haciéndome amigo de honor del Instituto Francés e invitándome cuando llegaba a Madrid alguna personalidad de relieve. Una de ellas fue François Furet. En la cena a tres, la conversación giró en torno a la cuestión vasca y yo señalé la impunidad que, a mi juicio, disfrutaba ETA en el País Vasco francés, citando el ejemplo de un familiar que había recibido el requerimiento para pagar el impuesto revolucionario. En la carta se indicaba con toda tranquilidad: 'Pregunte por nosotros en alguno de los bares vascos de San Juan de Luz'.

Lógicamente, aquella información fue juzgada políticamente incorrecta y las invitaciones se acabaron. Pero la anécdota refleja un problema más amplio incluso que la inhibición de Francia ante el problema terrorista español en los primeros años de la democracia. Se trata de la tendencia de los Estados, y en ocasiones también de los agentes de la comunicación social, a mirar el terrorismo en los demás como un problema ajeno, en torno al cual se buscan excusas para evitar el propio compromiso o se aplican reglas de una pequeña razón de Estado que aconseja no implicarse para no experimentar así riesgo alguno. Serían ejemplo de ello las actitudes registradas en Portugal y en Bélgica sobre el tema vasco, o el respeto mostrado por algunas corresponsalías prestigiosas negándose un año tras otro a calificar ni una vez a ETA de organización terrorista; sería 'independentista' o 'separatista', como EA o ahora el PNV, con lo cual, ante la opinión pública francesa, el terror quedaba relegado al papel de efecto del 'contencioso vasco'.

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La acción macroterrorista del 11 de septiembre viene a recordarnos a todos brutalmente que el terrorismo es siempre una forma perversa de actuación política, que degrada de modo irreversible la racionalidad de una causa, por justa que ésta sea. Una vez entrado en la vía del terror, el grupo o la organización que se implica en el mismo acaba subordinando sus fines y toda su acción al núcleo de violencia y de destrucción que caracteriza a la estrategia terrorista. Lo señalé críticamente hace unos días para los atentados suicidas palestinos, al mismo tiempo que subrayaba la responsabilidad criminal de Ariel Sharon en la evolución trágica seguida últimamente por la confrontación. En el terreno de la historia, ETA es un ejemplo perfecto de esa deshumanización radical de una causa, tal y como señalaba Yoyes en su diario. Pero no es el único. Entre 1917 y 1939, los grupos anarquistas experimentaron en España un descenso a los infiernos similar, convirtiendo a sus líderes, según proclamaba orgullosamente Juan García Oliver, el socio del mitificado Durruti, en 'los reyes de la pistola obrera de Barcelona'. Reyes de la violencia y de la muerte, en nombre de un ideal de paz.

La superación del marco nacional para la acción antiterrorista es, pues, imprescindible. Sin una respuesta eficaz, basada en la coordinación de esfuerzos a escala mundial, el asesinato de masas puede convertirse en un recurso habitual para los movimientos políticos cuyo fondo es la violencia. Y no cabe admitir la impunidad para las organizaciones y los Estados que impulsen o amparen el desarrollo del terror.

Otra cosa es atribuir de antemano a las sociedades o Gobiernos que lo sufren una condición angélical. Resulta erróneo, en la línea de Bush o de Aznar, aislar al terrorismo y olvidar las injusticias que en algún caso, como en Palestina, pueden provocar inevitablemente la desesperación de amplios colectivos. 'Todos somos norteamericanos' es hoy una declaración justa. Pero no menos hubiera sido pertinente proclamar 'todos somos palestinos' frente a la política de Sharon (o israelíes, al producirse los atentados contra civiles). Sin un criterio de justicia en la actuación internacional de Estados Unidos y del mundo occidental, los gérmenes de la barbarie seguirán desarrollándose.

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