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Columna
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Lecciones de arqueología

El Ayuntamiento de Alicante ha iniciado una campaña para arrasar el patrimonio arqueológico de la ciudad que, en mi opinión, carece de cualquier mérito. Desde luego, no admite comparación con un plan como el de Rita Barberá para El Cabanyal, que es una obra de envergadura, a lo Ceaucescu. Contra lo que pudiera suponerse, acabar con los restos arqueológicos de Alicante es un empeño que apenas ofrece dificultades. Bastarían un par de años en los que, como hasta ahora, los constructores camparan a sus anchas, para eliminar cualquier muestra del pasado. El Ayuntamiento sólo tendría que cruzarse de brazos -algo que, por lo demás, ya viene haciendo- para alcanzar su propósito. ¿Qué valor hay en ello? Además, seamos sinceros, Alicante carece prácticamente de patrimonio arqueológico. Quienes nos precedieron en la habitanza de la ciudad, realizaron un trabajo considerable en el reciclado de materiales. Así que patrimonio, lo que se dice patrimonio, queda más bien poco para llevarse por delante.

Hay que admitir que, desde un punto de vista cultural, este empeño del Ayuntamiento alicantino para suprimir las pocas piedras que nos quedan no está muy bien visto. Pero, en la ciudad, no pasan de unos centenares las personas preocupadas por estos asuntos. Para la mayoría de los alicantinos, los restos del pasado carecen de cualquier valor. Las famosas torres de la Huerta de Alicante se han desmoronado una tras otra, ante la indiferencia de la población. Solamente el asunto del Palacio de Congresos, que Díaz Alperi pretende edificar en el Benacantil parece haber conmovido a los habitantes de la ciudad, para quienes el monte es uno de sus símbolos.

El concejal Rosser ha denunciado que el Ayuntamiento actúa ilegalmente al permitir esta destrucción. ¡Naturalmente! Y el alcalde Díaz Alperi lo sabe, sin necesidad de que nadie se lo recuerde. Pero Díaz tenía muy claro que ahora se trataba de construir. Y, con ese sentido práctico que posee nuestra derecha y que tanto éxitos le proporciona, lo dispuso todo para que los constructores no encontraran contratiempos en su labor. A cambio, ha tenido unos empresarios agradecidos y muchos puestos de trabajo. Si para lograr esto, hay que sacrificar el patrimonio arqueológico, pues se sacrifica y en paz. A estas alturas de su carrera política, el concejal Rosser ya sabe que el acatamiento de la ley es una empresa muy maleable. Bastaría repasar, punto por punto, la actuación del Ayuntamiento de Alicante y de la Consellería de Cultura en el asunto del Palacio de Congresos para comprobar la ductilidad que ofrecen algunos ordenamientos.

Comprendo perfectamente la preocupación de Rosser ante estos sucesos. Como buen arqueólogo que es, entiendo que le duela el desprecio y la ignorancia con la que se tratan normalmente estos asuntos. La acción de arrasar unos restos arqueológicos resulta bárbara y es irremediable. Pero, el problema que provoca la construcción, en Alicante, es mucho mayor: lo que se está arruinando es la propia ciudad. Cuando acabe la actual fiebre constructora y transcurran unos años, Alicante será una ciudad irreconocible, con sus habitantes instalados en la periferia y el centro convertido en un gueto. Y esto no hay Plan general que lo remedie, ni policía que lo impida.

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