Una inmensa mirada libre
Quedan en esquinas oscuras de la memoria y en gestos enquistados en el vicio autocontemplativo del nacionalismo francés restos amorfos, pero todavía activos, de un viejo miedo -lo dice Eric Rohmer, no yo, que desconozco el fondo de este feo asunto- a contar sin tapujos, tal como ocurrieron, los turbulentos, aterradores, sangrientos sucesos desencadenados tras la implantación por el gobierno del jacobino Robespierre del Estado de Terror en el París revolucionario, durante los primeros años de la última década del siglo XVIII. Y añade el viejo inmenso cineasta: 'Yo no tengo ese miedo'. Y consecuencia directa de esa ausencia en él de temor a decir lo que piensa es la nueva luminosa vuelta de tuerca de la mirada libérrima de este genial hombre de cine y artista insobornable, absoluto, La inglesa y el duque, filme que, diáfano y sereno, estalla ante los ojos como una bomba de ideas, cargada con la violencia del conocimiento y la dinamita de la inteligencia.
La trama argumental del filme está deducida, sin modificaciones sustanciales, de fondo, del recientemente descubierto Diario de mi vida durante la Revolución Francesa, escrito a principios del siglo XIX por la escocesa Grace Elliot, mujer de formidable coraje, muy inteligente, con poderosa personalidad y gran belleza, monárquica convencida, esposa del aristócrata inglés John Elliot y más tarde amante, primero, del monarca británico Jorge V, con el que tuvo una hija antes de instalarse durante largos años en París y convertir en amante suyo al ilustre par de Francia Philippe, el célebre duque de Orleans.
La alta arcurnia de este paradójico hombre -cuya contradictoria y enigmática personalidad inquieta y apasiona a Eric Rohmer, que proclama su desconfianza en los hombres demasiado virtuosos, a quienes juzga gente peligrosa- no le impidió adoptar con sinceridad la causa revolucionaria, cambiar su apellido Orleans por el de Philippe Egalité e incluso votar en la tormentosa sesión de la Convención Nacional del 21 de enero de 1793 a favor de la ejecución en la guillotina de su primo el rey Luis XVI.
Es, al parecer, el punto de vista adoptado por Rohmer en su relato de los acontecimientos lo que ha sido mal digerido por algunos compatriotas suyos, beatos nacionalistas que no le perdonan que la llamada de su ingenio haga ver al mundo a personajes y sucesos vitales de la historia de Francia a través de los ojos de una mujer extranjera. Pero Rohmer contraataca con la navaja barbera de la generosidad abierta en forma de una mandíbula que muerde de un tajo y abre en canal la evidencia de que la verdad no entiende de patrias.
Y ahí -atestada de verdad dramática y visual y de espaldas a todas las patrias- esta su nueva obra maestra, llena de universo. Es La inglesa y el duque un monumento a la libertad de creación, que en modo alguno niega o combate a la Revolución Francesa, sino a lo que -en la mirada de Grace Elliot, voz inglesa adoptada como médium por la mirada del francés Rohmer- en ella hubo de gozoso triunfo de la libertad desviado más tarde hacia la destrucción de esa conquista de la libertad. La idea representada por Rohmer a través de la mirada sublevada de Grace Elliot es que aquel gran Terror, como cualquier forma de terror, jamás es revolucionario.
Pero esta formidable pedrada dialéctica no está dicha en forma de alegato político, y carece de la menor caída en adherencias ideológicas o en apriorismos morales, de los que Rohmer prescinde y hasta se burla y reniega. Por el contrario es lanzada por él en forma de un estallido de ideas hechas formas y, en concreto, formas sintéticas de pintura, música, teatro y cine entrelazados y fundidos, pero no mutuamente perturbados, sino en estado de nitidez y pureza absolutas, que desembocan en una obra de arte de suma precisión, riqueza y distinción, elegante, tocada de gracia, con audacia alada y elocuencia ágil y sin límites.
La fusión por Rohmer de cuatro hilos formales segregados de otras tantas formas expresivas -la escénica, la musical y la pictórica, que irrumpen como caños de fuentes en la esponja del interior del cauce cinematográfico- es lograda mediante un bordado, en plena posesión de la lógica del prodigio, hecho sobre el tejido de una argucia muy sencilla pero que conduce a los territorios mayores de la complejidad. Se trata de la aplicación o la sobreimpresión, encima de un juego de actores capturado por la cámara sobre el fondo blanco y sin límites de un ciclorama, de una vivísima y hermosa cadena de escenarios pictóricos introducidos en la pantalla a la manera de efectos visuales digitales, lo que crea una atmósfera soñada, pero de fortísimo poder referencial, en la que los sucesos flotan en el denso fluido de la memoria de un tiempo histórico mágicamente convertido en tiempo dramático y musical, es decir, en secuencia.
Babelia
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