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Tribuna
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En el centro del mayor espanto

La mañana de ayer empezó tranquila. Yo estaba a punto de enviar a mi ayudante al centro para que entregase unos paquetes no muy lejos del World Trade Center. En un minuto todas nuestras vidas cambiaron para siempre. Los teléfonos empezaron a sonar -a veces funcionaban, otras veces no- todos con el mismo mensaje: pon la televisión.

En este extraño nuevo mundo, los que estaban en Europa supieron lo que estaba pasando tan deprisa como nosotros, los que estamos en Nueva York. De pronto, Nueva York se convirtió en una ciudad definida por los barrios. Estaba la zona de guerra en el centro donde todo era un desastre, en la distancia podíamos ver cómo ascendía el humo. Y luego estaba la parte residencial, donde los aviones rugían en lo alto y las sirenas sonaban estruendosamente en tierra. La reacción inmediata era comprobar dónde estaban las personas próximas a ti. Lo primero en ponerse en marcha fue la evacuación de los niños de los colegios. Todos queríamos comprobar dónde estaban nuestros hijos, nuestros nietos. Luego estaba el hecho de que los que estaban en otros distritos no podían entrar ni salir de Manhattan.

Los neoyorquinos tienden por naturaleza a ser tranquilos, pero en este caso es difícil distinguir la calma del estupor y el desconcierto. La ciudad tiene un viejo hábito de camaradería, de que todos hablen con todos. Sólo que nunca había habido una situación como ésta. Guerra. ¿De quién? Una de mis hijas está relacionada con uno de los principales hospitales de Nueva York. Se puso en contacto conmigo y me dijo que el hospital era un desastre, y que no tenía ni idea de cuándo podría salir. No tenía idea de si los pacientes que habían estado atendiendo antes del ataque y a los que había que darles hoy el alta, podrían marcharse a Brooklyn, Staten Island y Queens. Todo se valoraba dependiendo de la zona de la ciudad en la que uno se encontraba. Afortunadamente, su marido, que es profesor de la Universidad de Nueva York, estaba en la parte alta de la ciudad. Los niños y la familia también, así que la discusión se centraba en la forma de recoger a los niños. Se suponía que yo tenía que ir mañana a dar una clase en el Sarah Lawrence, en el extrarradio, pero ese plan se acabó.

En un determinado momento acabas por apagar el televisor, porque quizá aún no estemos preparados para saber quién se encontraba en ese vuelo de Boston a Los Angeles que fue secuestrado. Quizá sea que cada familia tiene que preocuparse de los planes más inmediatos, asegurarse de que tiene comida y agua, y mantenerse alejado de las zonas del desastre. Puede que si estamos ocupados y atontados no tengamos tiempo de darnos cuenta de que estamos viviendo en el limbo. Pero el contínuo zumbido de los aviones y las sirenas, y las escenas que se viven en las escuelas y hospitales, no son ningún limbo.

Barbara Probst Solomon es escritora y periodista norteamericana.

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