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Columna
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¿Curva descendente?

En una celebrada réplica parlamentaria, Churchill, a quien la duquesa de Atholl le había asegurado en la Cámara de los Comunes que si fuera su mujer le envenenaría la bebida, le respondió que, de ser su cónyuge, no dudaría un segundo en tomársela. Una respuesta rápida y contundente suele ser el mejor arma contra el adversario y lo es de forma especial cuando se reviste de sarcasmo a pesar de que la situación propia no dé ni mucho menos para el buen humor.

Hay razones, en efecto, para preguntarse si este comienzo de curso, y del tercer milenio, no recuerda a los de inicios de los años noventa, estando entonces en el poder quienes hoy permanecen en la oposición. Las teorías cíclicas de la Historia que interpretan que al final todo se repite no son más que mixtificaciones. Sin embargo, como los hombres son siempre idénticos (en especial si son políticos), en ocasiones circunstancias parecidas dan lugar a paralelismos preocupantes.

Muy rápidamente se puede hacer el catálogo de los síndromes de esta repetición. Abundan desde el Gobierno esas frases exculpatorias que quieren ser rotundas en los labios de quienes las pronuncian y resuenan huecas o incluso ridículas en quienes las oyen. Da la sensación de que, de repente, no le ha quedado en los medios de comunicación nada más que el más estricto equipo médico habitual. Mientras se emplean los más gruesos conceptos (España, hoy, la izquierda en otro tiempo), los personajes más coloristas, tipo Villalobos, se ocultan y los más mediocres se agazapan. Hasta la fisionomía nos remite a diez años atrás: el rostro indignado de Javier Arenas le hace parecerse a Alfonso Guerra, de quien se descubrió, de repente, que tenía hermanos. Los paralelismos personales pueden multiplicarse: el fiscal Cardenal cada día se parece más a don Eligio Hernández. El aspecto de fino estilista de Piqué tiene poco que ver con la rotundidad proletaria de Corcuera, pero hay que ver el estropicio que armaron ambos al tratar de cosas delicadas (sea la política exterior o los derechos humanos). Narcotizado por el horizonte europeo, el Ejecutivo parece olvidar la sabia sentencia de Cambó: no hay nada más anarquista que retrasar lo inevitable. Bien le valdría haber dado ya a Valiente y a Giménez-Reyna el tratamiento propuesto por la duquesa de Atholl. Ha actuado, en cambio, como si Churchill le hubiera arrojado un tintero a la cabeza a su contradictora.

Todo Gobierno tiene su fase ascendente, en que sus miembros se creen un cruce entre Abraham Lincoln y Pericles, y la descendente. En esta última la propensión natural puede ser desdeñar sus argumentos y ver siempre el nacimiento de grandes estadistas en las filas de la oposición. Pero cuando se quiere ser imparcial hay que descender a un examen más detenido y concreto.

Rodrigo Rato es un político valioso, en mi opinión por encima de quien le preside. No obstante, los argumentos que ha expuesto esta semana sobre Gescartera distan de convencer. La comisión parlamentaria la ha creado el PP tan sólo a rastras. El caso presente en nada se parece al de Banesto, porque lo grave aquí es la aparente connivencia entre el gestor privado y el regulador público, que no existió entonces. En Ibercorp fallaron personas, no instituciones, cosa que puede haber sucedido ahora. No tiene sentido acusar al auditor privado y exonerar, por principio, de culpa a una institución pública sobre todo cuando en ella pulularon comportamientos, ni siquiera contradichos, que uno no aceptaría en la vida profesional normal. Recordar que Valiente desempeñó un papel en el caso Filesa no revela las oscuras intenciones del PSOE, sino su posible inanidad para el puesto. Rato, en fin, no ha estado a su altura.

El PSOE hace bien en no partir de una actitud parecida a la del PP en 1993-1996. Yerra, quizá, sin embargo, si quiere encontrar una explicación de lo sucedido en un Estado anoréxico, es decir, enclenque por mal alimentado. Según eso lo que habría que hacer es dotarlo de más instrumentos y poderes para intervenir. Pero ése sería un mal diagnóstico y una peor solución. En realidad el Estado parece haber quedado amodorrado por el amiguismo e invadido por la desidia y no por la ética del servicio público. Y eso, en definitiva, es más grave.

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