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¿El pacto de Deltebre?

Aun cuando, que yo sepa, no existe ninguna imagen del evento, es fácil imaginar a los asistentes -dos docenas largas de caballeros- embutidos en sus levitas o trajes cortos, todos con pose seria y el sombrero a mano; al fin y al cabo, eran exponentes de unas capas medias acomodadas, artistas -como el dibujante y pintor Josep Lluís Pellicer y el músico y promotor coral Josep Anselm Clavé-, periodistas como Josep Güell i Mercader, e incluso el más conspicuo entre ellos, Valentí Almirall, poseía un título nobiliario. Sin embargo, les caracterizaban un republicanismo ferviente y un federalismo entusiasta. De hecho, eran los cuadros dirigentes de la fuerza política que acababa de ganar las elecciones a Cortes constituyentes en el área mediterránea, aunque no en el conjunto del Estado.

Es inútil que la izquierda española, y más aún si está fuera del poder, trate de competir con la derecha en punto a españolismo y fervor nacional. Ese 'match', la derecha lo juega siempre con ventaja numérica y en campo propio

Justamente por eso se reunieron el 18 de mayo de 1869, en la capital del Ebro catalán, los representantes del pueblo republicano de la antigua Corona de Aragón: 'Evocando en nuestro favor honrosos antecedentes históricos', convinieron 'en que las tres antiguas provincias de Aragón, Cataluña y Valencia, inclusas las islas Baleares, estén aliadas y estén unidas para todo lo que se refiera a la conducta del partido republicano y a la causa de la Revolución, sin que en manera alguna se entienda por esto que pretendan separarse del resto de España'. Tal fue, en sustancia, el llamado Pacto de Tortosa: una apuesta pacífica y democrática por la federalización del Estado desde la periferia, un compromiso modernizador y europeísta ('los Estados Unidos de Europa, que son el ideal de nuestro siglo, pueden y deben comenzar en España') bien consciente, por otra parte, de cuáles eran las críticas que debería afrontar: 'No se nos oculta que nuestra resolución ha de despertar recelos, reales o fingidos, de futuros proyectos de separación o segregación de estas provincias del resto de España. Protestamos desde luego de tal acusación. La federación no es la separación'.

Bien, la historia no se repite, pero a veces da lugar a curiosas coincidencias.

Por ejemplo, la que asemeja en lugar e intención el decimonónico Pacto de Tortosa con el encuentro que efectuaron el pasado 23 de agosto, en Deltebre, los máximos dirigentes socialistas de Aragón, Baleares, Cataluña y Valencia. Justo es reconocer también las diferencias, sobre todo de look: nada que ver entre el presumible formalismo indumentario de los compañeros de Valentí Almirall y el traje de baño o los pies desnudos de Pasqual Maragall y José Montilla. Aunque tampoco es preciso ser Umberto Eco para percibir en las fotos de la reunión un matiz interesante: mientras que los dos presidentes en ejercicio (Antich e Iglesias) vestían de veraneantes pero de pies a cabeza, el calzón corto parecía el signo de quienes se hallan en la oposición.

Dejemos, sin embargo, la semiótica para ocuparnos de la política. A pesar de la ausencia de acuerdos o declaraciones formales, a pesar de que las reseñas periodísticas acerca del contenido del encuentro aludieron sobre todo al Plan Hidrológico Nacional y a infraestructuras energéticas y de transporte, es obvio que la acuática cita de Deltebre se inserta en la tenaz estrategia de Pasqual Maragall tendente a dibujar, en la cultura política estatal, una tercera vía entre el unitarismo granespañol del Partido Popular y los nacionalismos catalán, vasco o gallego; la estrategia que procura cultivar, dentro del PSOE, unas sensibilidades federalistas y girondinas capaces de contrarrestar la óptica más jacobina y madrileñocéntrica de otros barones y aparatos partidarios. Es en este sentido que algún cronista ha descrito la visible alianza entre Maragall, el aragonés Iglesias, el valenciano Pla y el balear Antich como 'la Corona de Aragón socialista'; un bloque que el catalán cuenta con extender a Galicia, tal vez al País Vasco...

Ante esos encomiables tanteos maragallianos, ¿cuál está siendo la actitud del secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero? Pues ambigua, equívoca, vacilante. Si, durante el primer año de su mandato, el nuevo líder socialista pareció a menudo proclive a las tesis federalistas de Maragall, a las alianzas nacionalistas de Francesc Antich, etcétera, en vísperas de la actual rentrée se descolgó con un golpe de timón sorprendente. En una entrevista firmada por Joaquín Tagar y aparecida en la edición electrónica de El Socialista, Zapatero arremetía contra el Gobierno del PP con argumentos de este tenor literal: 'Nunca ha habido tanto conflicto territorial desde la transición, nunca se ha hablado tanto de soberanismo, de secesión ya de una manera clara (...). Día sí y otro también, en los periódicos aparecen este tipo de reflexiones, que son muy preocupantes, muy preocupantes... Y la preocupación que tiene la sociedad sobre el futuro de la unidad de este país se está produciendo gobernando Aznar'.

Naturalmente, el acusado no ha tardado en contestar, y lo ha hecho con previsible contundencia. Durante su ritual jornada vallisoletana de fines de agosto, ésa que transcurre entre monjes y luceros, el presidente del Gobierno erigió una vez más a su partido como único garante de la unidad de España y pintó a un PSOE a la merced de federalismos catalanes, soberanismos gallegos y autodeterminismos baleares.

Después de esta escaramuza, Rodríguez Zapatero tendría que aprender del enemigo la lección. Es inútil que la izquierda española, y más aún si está fuera del poder, trate de competir con la derecha en punto a españolismo y fervor nacional. Este match, la derecha lo juega siempre con ventaja numérica y en campo propio; hasta la toponimia le es favorable: si el púlpito de Aznar para las arengas patrióticas es Quintanilla de Onésimo, ¿qué debería hacer Rodríguez Zapatero para desbordarle por lo nacional? ¿Disertar desde El Ferrol del Caudillo?

Joan B. Culla es historiador.

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