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Columna
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El secuestro de Durban

Durban era el lugar ideal para celebrar la Conferencia contra el Racismo de las Naciones Unidas. Suráfrica ha sido durante generaciones el escenario de la máxima expresión de las monstruosidades y la perversión que es capaz de generar ese virus del que habló a los participantes Nelson Mandela y que, como dijo, ha matado más que cualquier otro virus jamás conocido. El momento también era prometedor. Una década de genuino y magnífico culto a la memoria y renovada lucha contra el olvido y la impunidad en tantas partes del mundo, desde la propia Suráfrica a Polonia, desde Francia y Alemania a Chile o Guatemala, desde Rusia a Serbia, podían dar un impulso sin precedentes a iniciativas que propugnaran justicia e iniciativas para combatir el abuso sistemático, los crímenes y la discriminación por motivos raciales y fomentar una cultura global de tolerancia y control mutuo.

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Por eso es especialmente lamentable que la Conferencia de Durban se haya convertido en lo que parece ya condenada a ser hasta su clausura. Durban pasará a las hemerotecas, que no a la historia, como un tribunal sectario en el fondo y virulento en sus formas en contra de Israel, por un lado, y por el otro, una ceremonia de tribalismo ahistórico, sentimental e ineficaz que tendrá una nula repercusión sobre los problemas reales y muy concretos del racismo, la discriminación en todo el mundo, la esclavitud en los países subdesarrollados y el etnicismo político y la miseria y violencia que éste genera.

La Conferencia de Durban ha sido secuestrada y estrangulada. Los culpables del desastre son muchos. Entre ellos, por supuesto, quienes desde un principio apostaban por el fracaso de la reunión, que eran Israel y Estados Unidos y cuyas delegaciones abandonaron Durban el lunes. Éstas reflejaban desde un principio, tanto por su nivel de representación como por su actitud, el grave, creciente y peligroso aislamiento de estos dos Estados frente a la Comunidad Internacional. La irritación y animadversión se acentúa día a día. Los máximos dirigentes de estos dos países, la superpotencia y su protegido, parecen creer poder imponerse en todos los frentes por presiones y fuerza pero cada vez más por ausencia y mero desprecio. Es un craso error en el que George Bush y Ariel Sharon parecen empeñados en perseverar. Su obcecación pasa ya factura y no la pagarán solo los irresponsables que la promueven. Nunca en su historia han cosechado estos dos países tanta hostilidad de sus enemigos y tanto desafecto de sus aliados e incluso amigos. Su actitud hacen infructuosos incluso los raudales de buena voluntad de encontrar puntos de contacto, como la desplegada ahora en Durban por Europa o el secretario general de la ONU, Kofi Annan. Cuando un Estado está tan sólo con su política como EE UU, debería reflexionar sobre los posibles errores propios. Hasta George W. Bush debería saber que el unilateralismo jamás resolvió un solo problema, ni armamentístico, ni medioambiental ni racial, incrementa dramáticamente los riesgos de una catástrofe incluso por malentendidos y merma también la seguridad de los propios ciudadanos norteamericanos tanto en su territorio como en el resto del mundo. Algún día quizás tengan que explicar Bush y Sharon a sus pueblos las consecuencias, indeseables pero cada vez menos improbables, de sus decisiones.

Pero tenemos otros muchos culpables de que Durban no haya sido una conferencia para elaborar políticas gubernamentales conjuntas para combatir todos los flagelos que provocan el odio al distinto y la explotación de seres humanos por criterios raciales. No sólo los países árabes, decididos a convertir la reunión en un monotemático foro para sus propios intereses antiisraelíes. Las conferencias paralelas que las Organizaciones No Gubernamentales orquestan sistemática y paralelamente a las reuniones de representantes de los Estados, sean de la ONU o cualquier otra organización internacional, son ya un insulto a la democracia pero también a la inteligencia. Cuando no imponen sus criterios a las reuniones oficiales, las asedian o secuestran. En Durban han conseguido esto último. Hay allí representantes de países africanos o asiáticos que albergaban un legítimo interés en llegar a acuerdos prácticos y practicables para erradicar el esclavismo aún existente, aumentar la conciencia de sus opiniones públicas en contra de las leyes de castas aún practicadas y combatir las discriminaciones raciales en sus sectores públicos o en la educación.

Se irán a casa con las manos vacías y no sólo porque EE UU ha demostrado que cree poder vivir -en este pequeño globo terráqueo- al margen de todos los demás sin pagar por ello precio alguno, sino porque un cada vez mayor enjambre de ONGs occidentales de nula representatividad democrática, aliadas con dictaduras y satrapías diversas, han decidido hacer de una reunión destinada a buscar soluciones concretas un aquelarre para mayor gloria de sus propias ambiciones, intenciones, intereses y obsesiones. Todo ello nada menos que bajo la batuta de adalides de las libertades y los derechos humanos como Fidel Castro. La infantilidad de las demandas y propuestas de estos movimientos sería tan solo una mala broma si no fuera porque la infantilización política y cultural de las sociedades occidentales le da pábulo. Se ha creado en los últimos tiempos una nueva internacional de ONGs que combaten al sistema, a la cultura y a la política que las generó y subvenciona. Se irán de Durban con buena conciencia de la labor cumplida. Los políticos y funcionarios africanos, asiáticos y latinoamericanos, en cambio, regresarán a casa sin un solo plan realista para afrontar sus problemas.

Durban demuestra una vez más que los nuevos movimientos de la reivindicación antiglobalizadora y etnicista es a un tiempo irresponsable y totalitaria, además de antidemocrática. La mejor prueba está en el texto que condena a Israel como responsable de un 'holocausto' y de practicar una política 'genocida' contra los palestinos en un conflicto que no es racial, sino territorial, y cuya comparación con el exterminio de los judíos bajo el Tercer Reich es una absoluta obscenidad y descalifica por completo a quien lo suscribe.

El sionismo no es racismo ni lo fue nunca. En Israel hay racistas como lo hay en España, en Alemania, EE UU, Rusia o China. Pero el sionismo fue desde sus inicios algo que nada tiene que ver con el siniestro personaje que es Sharon. El sionismo fue un movimiento judío humanista que buscaba fórmulas de subsistencia para un pueblo víctima precisamente del racismo como ningún otro. Nadie en los dignos orígenes del sionismo pensó que en su nombre se pudieran cometer los crímenes de Shabra y Chatila o los actuales en Gaza o Cisjordania. Hay mucho responsable, en todo el globo, de que la historia se torciera y Oriente Medio sea hoy un pozo negro de odio. Desde luego, la aportación de Sharon es incalculable. Pero la equiparación de la represión y agresión israelí con el holocausto nazi es una aberración por muchos apóstoles que tenga en ciertos medios.

Pero la confusión va más allá en Durban. Son legión los que parecen entusiasmados por buscar frentes bélicos para mejorar sus conciencias. Piden indemnizaciones para descendientes de esclavos vendidos en siglos pasados cuando la esclavitud sigue plenamente vigente en algunos países y no precisamente occidentales. ¡Qué inteligentes prioridades las de nuestros movilizados por la buena conciencia! ¡Lancémonos a un proceso mundial para evaluar qué tribu vendió a qué tribu a los traficantes de esclavos, por cuántas manos pasaron después las desgraciadas víctimas y busquemos uno a uno a los descendientes! La historia de Kunta Kinte globalizada sería el sueño del pleno y eterno empleo y sueldo para cooperantes y ONGs, financiados por la ONU, es decir, los estados miembros. Pronto pedirán indemnizaciones para los muertos durante la toma de Granada o las víctimas de Gengis Kan.

El abismo por el que se despeña en los últimos tiempos el sentido común parece no tener fondo. Es necesario un gran pacto Norte-Sur sobre inmigración y desarrollo y para combatir las injusticias actuales, incluidas las raciales. Pero las demandas y propuestas desde el relativismo cultural de pacifistas, indigenistas, paleocomunistas y adolescentes europeos y norteamericanos, algo aburridos y, por tanto, viajeros, no son remedio para quienes necesitan salir del pozo negro de la discriminación y la desigualdad. En Durban existía la oportunidad de dar un paso hacia adelante. Entre la arrogancia de dos Gobiernos y un movimiento que pide lo imposible por insensato y por interés propio, la oportunidad se ha ido al traste.

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