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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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El bolero Maragall

En ese mundo dividido entre los amantes del tango y los locos por el bolero, soy, a todos los efectos, una boleriana. No sólo porque me precio de tener a Moncho entre mis amigos de lujo, sino porque la vis melodramática del tango me da un puntillo de urticaria, como una sobrecarga en el tejido eléctrico sentimental. El bolero, en cambio, siempre se ríe un poco de sí mismo, como si no se creyera del todo, como si los amores rotos sólo fueran la antesala de los amores por venir, crónica sentimental de una vida que se ama incluso cuando llora. Quizá, por ello, me gustan más los personajes públicos que tienen aire boleriano que no esos cargantes líderes tanguistas que se nos hinchan de trascendencia como si fueran un pavo real de la historia. De los políticos, los de piel, es decir, los que no parece que estén para salvarnos de nada, ni se salvan, ellos mismos, de sí mismos.

Digo todo esto porque hoy, que volvemos al cole, vuelven también sin previo aviso los mensajes, los discursos, el quehacer político. Y como tengo para mí que empezamos a entrar en la fase b) de la política catalana, superada ya la fase c) de la duda shakespeariana pujolista -'ser o no ser candidato'-, también estoy convencida de que esto va a ponerse duro. Muy duro, me temo. ¿Empieza la campaña electoral? Peor, empieza la toma de la calle, como si nuestros queridos presidenciables estuvieran a punto de abandonar el Palacio de Invierno donde han reposado, tomado aire y contado las huestes. En el duelo Maragall / Mas, hoy, primero de septiembre de 2001, empieza realmente la cuenta atrás. Y todo, todito lo que ocurra a partir de ahora, tendrá esta clave como determinante telón de fondo. Empieza con ello, también, la lucha por la opinión, y es ahí donde lo boleriano y lo tanguero van a tener su duelo particular.

¿A qué me refiero? No tanto a los debates políticos, cuya temperatura ambiental ojalá suba algunos grados, sino al cuerpo a cuerpo que van a mantener los dos líderes y que me temo que va a ser más barriobajero de lo deseable. Aún temo más; Maragall va a padecer la guerra más sucia, primero porque és más líder que Mas, muchísimo más líder, y segundo porque es menos perfecto. Es decir, menos prefabricado. Sin duda, Maragall es carne de bolero: esa es su debilidad y, sin embargo, esa es su grandeza.

Para decirlo sin tanta retórica: empieza la caza de Maragall en grado proporcional a la caza del territorio, que también empieza. Y como ésta va a ser una guerra a muerte que, como buena guerra, intentará destruir más que construir, no sobra que nos adelantemos a algunas previsiones. Artur Mas es un líder que no se equivoca. Incluso cuando patina hasta el sobaco, como en el maravilloso caso de la calderilla que le sobraba, al pobre, y que repartió entre algunas escuelas del Opus, lo hace con ese aire de master de IESE que está por encima de pecadillos terrenales. Tango puro: trascendencia y tragedia.

Pasqual Maragall, en cambio, se equivoca mucho y encima lo sabe, se le nota y hasta lo reconoce. Como buen bolero, es tan la vida misma que podríamos asegurar que estamos ante el último político de raza que nos queda. De ahí que el término maragallada ya forme parte de nuestro diccionario de sobremesa y sea, probablemente, la baza más punzante que tienen sus enemigos contra él. Tanto que nos ha calado a todos hasta el punto de que ayer mismo, un simpatizante suyo me decía: 'Què farem amb les maragallades?'. Preparémonos, porque esta va ser la batalla estrella en la guerra: Maragall es un simplón, con ideas locas que sólo divierten a la oposición, cabrean a los suyos y desconciertan al personal. Y no van a bajarse de ahí. Ante el planchado, bien peinado, inmaculado sobrino ideal que recoge la vara sagrada del padre, abrillanta el escudo patrio, promete fidelidad cuatribarrada -sección negocios- y sobre todo promete no tener ideas; ahí tenemos a Maragall. Mucho más desaliñado, sin abrillantador, fiel sólo a las fidelidades básicas y, sobre todo, tan cargado de ideas que hasta nos abruma. Es decir, vulnerable. Maragall tiene la fragilidad de lo auténtico. Mas es perfecto.

Pero decía Silvia Plath que la perfección es monstruosa -'no puede tener hijos', añadía- y yo, con permiso de la escritora, redondeo el concepto: la perfección es tan monstruosa que no sirve para nada. Si el defecto básico de Maragall, machacado hasta la saciedad en la campaña integral que lo convergente va a atizar, es que piensa sobre lo real, lo revuelve y tiene la pretensión de modificarlo, una está por quedar encantada. Ciertamente, Maragall tiene más ideas de las que él mismo digiere y sus errores son suyos, a diferencia de los errores que le escriben al señor del master, pero eso en política es síntoma de buenas vibraciones. O tendría que serlo. ¿Para qué queremos políticos que no quieran cambiar el mundo? ¿De qué narices nos sirven los políticos que no se manchan? Sin embargo, tengo para mí que lo realmente político nos asusta y por ello estamos sustituyendo la política por la pura gestión, el compadreo y el mercantilismo. Y debe ser por eso, por el pánico a lo auténtico, que la campaña contra Maragall donde más ha calado es entre los propios, asustados de no controlar un caballo que va al galope. 'Què farem de les maragallades?'. Pregunta incorrecta: '¿Qué haríamos si no las tuviéramos?'. Pues, queridos, ahogarnos en nuestra propia baba de tan simples que nos hemos vuelto. Lo alucinante no es sólo que nos hayamos convertido en un país sin ideas. Lo alucinante es que convirtamos en objeto de mofa al único que osa tenerlas.

Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com

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