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Columna
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Metafísica y misterio

Giorgio de Chirico fue un artista extraño y contradictorio. Veintitrés años después de su muerte, se siguen admirando con especial ardor sus obras de la llamada etapa metafísica, en tanto apenas se tienen en cuenta los trabajos realizados en fechas posteriores. Resulta paradójico que las obras que la historia del arte más ha valorado sean aquellas de las que el propio Chirico llegó poco menos que a abominar.

En la exposición que presenta la BBK en su sala de la Gran Vía bilbaína pueden verse dos óleos y una tinta sobre papel de la etapa metafísica y una treintena de obras fechadas desde 1922 a 1959. A manera de preámbulo se muestra un óleo suyo pintado en 1908, a la edad de veinte años. Es una pieza inhábil, un tanto tenebrista y lúgubre.

Los dos óleos, El vaticinador y Composición geométrica con paisaje de fábrica, firmados en 1917 y 1918, respectivamente, son dos piezas potentes, proclives al enigma. En ellas está el De Chirico profundo, creador de misterios, el artista que parecía presentarnos la angustia escondiendo la realidad. Obras como ellas son portadoras de silencios fuera del universo real. Para conseguir esos resultados Chirico se servía de la perspectiva no con una intención lógica y representativa, sino dotándola de un carácter emocional, por encima de todo. Junto a lo expresado, en esas obras, y muy especialmente en El vaticinador, la acumulación de objetos de indefinible signo, todo ello acaba por crear una atmósfera misteriosa y fantasmagórica.

El resto de la exposición recorre muy diferentes caminos y tendencias. Varios dibujos de lápiz, unos sobre papel y otros sobre cartón, de los años 1936, 1937, 1940, 1945 y 1950, son de no demasiada originalidad. Sin embargo, los dibujos a lápiz de una dama, Graziella del valle de Graziella (1934) y su autorretato (1937), poseen excelentes cualidades.

En cuanto a las pinturas sobre los temas de caballos, el artista deja entrever bastantes desigualdades. Es espléndido el esbozo titulado Caballos y jinete (1938). Son extrañamente torpes las obras caballares de 1933, 1937 y 1938. Por otra parte, en la obra titulada Caballos en fuga, de 1955, estamos ante un De Chirico tumultuoso. Tres caballos agitados bajo la llama de lo que podía anunciarse como un neoexpresionismo. En unos y otros las exuberantes colas de los caballos y sus crines tumultuosas abonan un barroquismo intemperante.

Respecto a El trovador, una obra firmada en 1950, no es más que una vuelta a la pintura metafísica. Tal vez una réplica evocadora de la que se halla enfrente en la sala bilbaína, no otra que El vaticinador. La obra de 1950 posee una mejor factura, no en balde De Chirico, una vez dejada atrás 'su metafísica', estuvo obsesionado por el refinamiento técnico de la pintura. Mas le falta la excepcional inventiva que el artista poseía en la década que media entre 1910 a 1920. En esa década consiguió la admiración de Picasso y Apollinaire, quienes le recibieron con los brazos abiertos. En esos años productivos entró en la historia del arte con la fuerza de los elegidos. Más tarde se convirtió en guía y maestro de los cuatro artistas más renombrados del surrealismo: Ernst, Dalí, Magritte y Tanguy.

Para cuando pintó El trovador, Chirico ya había despertado de la magia del sueño metafísico -reino de escayola- de su década dorada, aquella que le había convertido en el más sorprendente de los pintores.

Pese a lo dicho, no debemos obviar dos obras, como el óleo Maniquíes coloniales (1959) y El arqueólogo (sin fecha). Estas dos obras parece como si De Chirico las hubiera realizado en torno a vivencias desasosegantes, a momentos plásticos caprichosos, sujetas a un atrabiliarismo sin sentido. Quizá evocaba al pasado y, al tiempo, aspiraba a destruirlo.

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