Jugar a papá y mamá
Quizá recuerden ustedes aún el caso, porque ocurrió en mayo pasado. Un niño y una niña nacieron con dos semanas de diferencia, el uno en Fréjus (Francia) y la otra en Los Ángeles, California. A pesar de la distancia geográfica entre sus orígenes casi simultáneos, eran bastante hermanos, porque provenían de dos óvulos de la misma mujer -la madre americana- fecundados por el esperma del mismo padre, hermano a su vez de la madre francesa -de sesenta y dos años de edad- a la que se le había implantado la semilla ya fertilizada de la otra. Era precisamente Jeanine, la francesa madurita, la promotora de todo el cambalache, porque por lo visto no quería que su estirpe se extinguiese con ella (hay algún asunto de herencia por medio) y decidió aprovechar para el caso los espermatozoides de su propio hermano Robert, que eran de lo poco que ya tenía aprovechable el buen señor después de que a sus cincuenta y dos años la hermana le hubiera echado de la casa familiar, lo que le llevó a pegarse un tiro que no le mató pero le dejó casi ciego, con la cara desfigurada y en silla de ruedas. Tantos maltratos le despertaron ansias tardías de paternidad, de modo que aprovechando que su hermana mayor ya le había requisado algo de su semen para el óvulo americano que una vez fecundado iban a implantarle, exigió que la donante sirviera de incubadora a otro igual, pero éste para él: ¡y le salió niña, mira qué suerte! De modo que ya han conseguido su parejita: el uno tiene madre sexagenaria que también es su tía biológica, la otra ha perdido a su progenitora pero comparte papá averiado con el chico de allende los mares, del que es hermana, prima o prima hermana, lo que se tercie, y ojalá que sean todos felices y coman perdices. A veces a uno le da por pensar que los imbéciles que se aburren nunca son familiarmente más inocuos, después de todo, que cuando sólo se dedican a ver Gran Hermano...
Se me ha venido a las mientes otra vez esta embrollada historia -el romance familier convertido en cómic- al leer sobre los desafíos clonizantes del estentóreo doctor Antinori e incluso las condenas y encomios a la utilización de embriones para investigación médica con motivo de las decisiones legislativas del presidente Bush. Los asuntos no pueden ser más diversos unos de otros, pero tienen algo en común: la ausencia de una verdadera y compartida reflexión acerca de la procreación por parte de ese pensamiento contemporáneo que tantas vueltas le ha dado, a menudo con logros emancipadores, al tema de la sexualidad. Ahí siguen los campos dialécticos en una esclerosis preocupante: por un lado, los defensores intransigentes del 'noli me tangere', que no admiten nada salvo lo ya consagrado, por vueltas que dé el mundo y avances que logre la ciencia, y frente a ellos, los impacientes cuyo progresismo consiste en 'ese ademán molesto de sacar el reloj a cada rato' (Borges dixit) y proclamar que ya es hora de que todo cambie. En medio están los 'realistas', que como suele pasar, son los más despistados. Según ellos, resultan inútiles las teorías morales y la promulgación de regulaciones, porque 'todo lo que puede hacerse terminará haciéndose, por mucho que se empeñen en contra la ética y la ley'. Sorprendente conclusión, puesto que si no recuerdo mal estas instancias versan precisamente en todas las épocas sobre lo que puede hacerse y está haciéndose, no sobre lo imposible. Nadie pierde el tiempo desaprobando a los que se empeñan en vivir sin respirar o dictando normas sobre los crímenes que cometa la sombra de una persona cuando está nublado...
Como el problema de fondo -la reproducción humana, es decir, la perpetuación a la vez biológica y social de lo humano- no se aborda, nos enredamos en polémicas entre términos confusos o mal planteados. Por ejemplo, el derecho de adopción de las parejas homosexuales. Dejemos de lado todo el resto de lo que atañe a la institucionalización de las parejas de hecho, es decir, el derecho a formar pareja de hecho, que me parece muy bien aunque no deja de tener cierta guasa que una misma ley vaya a venir en auxilio de quienes viviendo juntos no quieren formar un matrimonio y de aquellos a los que no les dejan llamarse matrimonio aunque vivan juntísimos. Pero el tema de la adopción implica a otro que no forma parte de la pareja y cuya aquiescencia no siempre puede ser requerida. Y aquí, desde el punto de vista ético, lo relevante no es que la pareja sea homosexual o heterosexual. Los homosexuales prefieren como partenaires eróticos a las personas de su mismo sexo, lo que -salvo para los supersticiosos- no supone menoscabo alguno de su rectitud moral (la cual nada tiene que ver con cómo buscamos nuestros placeres, sino con los medios que ponemos para evitar dañar conscientemente a otros). La dificultad con las parejas homosexuales -en lo que toca a la reproducción humana- no es que amen a los de su propio sexo sino que sean del mismo sexo: es decir, que no puedan aunar procreadoramente lo masculino y lo femenino. No es lo mismo ser padres que jugar a papá y mamá... sobre todo cuando ya estamos jugando placenteramente a cosa muy distinta.
La antropología de nuestra génesis no consiste en los requisitos que hacen aceptable una pareja, sino en las relaciones simbólicas triangulares entre el padre, la madre y su criatura. Si de derecho vamos a hablar, no sólo cuenta el de ser padre o madre, sino el de tener padre y madre; querer ser padre o madre es aceptar el triángulo, no abolir uno de sus miembros merced a una prótesis científica. Ya sabemos que abundan los progenitores indignos o desventurados (y los hijos ingratos), pero cada cual tiene derecho a vivir su propio drama biográfico sin que alguien decida simplificarlo clínicamente sin dar opción al tercero en discordia... o concordia discordante. Una cosa -muy meritoria, a mi juicio- es adoptar huérfanos (lo sean por razones biológicas o incluso económicas), es decir, remediar una carencia efectiva sin pretender negarla: es algo que pueden hacer parejas heterosexuales, homosexuales y también personas individuales sin pareja. En cada caso entrará en el cómputo la edad y situación del adoptado, así como las condiciones de los adoptantes: unos serán preferibles a otros, sin excluir totalmente a nadie de buena voluntad y con capacidad suficiente. Pero cosa muy distinta es programar deliberadamente huérfanos de padres o madres, rechazar el triángulo genésico desde su inicio como un prejuicio irrelevante o manipular la procreación hasta el punto de que el azar innovador de la filiación se convierta en absurda fotocopia de una dotación genética prefigurada de antemano en nombre de caprichos autocráticos.
Sin duda, todas estas cuestiones están abiertas a la controversia y al debate social: nada se ganará bloqueándolo desde el prejuicio contra lo nuevo o desde el prejuicio que idolatra la novedad. Lo único cierto es que hay que establecer internacionalmente lo beneficioso, lo admisible y lo rechazable. No me gustaría que los señores obispos decidieran por nosotros, pero tampoco que la última instancia fuera el g-business, el gran mercado de la genética que -arropado en elevadas consideraciones terapéuticas- ya comienza a vislumbrarse como el negocio del nuevo siglo, con amplia clientela de neuróticos e insatisfechos en los países ricos. Es inquietante que allí precisamente donde decrece bajo mínimos la natalidad se vaya a sustituir el compromiso de la paternidad por experimentos de biología recreativa, mientras se desvanece la función formadora de los padres y millones de niños de la promiscua miseria son abandonados a quienes los convierten en pequeños esclavos o en carne de cañón. El ya derrotado puritanismo que reducía toda la sexualidad a reproducción está siendo sustituido por otro puritanismo, no menos repelente pero más duro de pelar, que quiere desligar científicamente la reproducción de la sexualidad. No se trata de fomentar escandalosamente pánicos oscurantistas, sino de recordar la admonición que hizo muchos siglos atrás la Beatriz de Dante de su Virgilio: 'Sólo se ha de temer, tenlo presente, / aquello que a otra gente perjudica, / no aquello que no daña a la otra gente' (Inf. II, 88-90).
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense.
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