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Tribuna
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Uso y abuso de la palabra 'Iglesia'

Los medios hacen su agosto con Gescartera. Sin la oportuna investigación parlamentaria y judicial no creo que se pueda acusar de fraude, estafa, apropiación indebida, información privilegiada..., a pesar del exceso de ingenuidad que parecen haber demostrado los que colocaron en Gescartera sus ahorros. De momento, se aprovecha la ocasión para meterse con la Iglesia. Me parece un síntoma preocupante y mi conciencia me obliga a comentarlo con la máxima brevedad que me sea posible.

En estas mismas páginas mereció los honores de portada el siguiente titular a cuatro columnas: 'La Iglesia invirtió al menos 2.500 millones de pesetas en Gescartera'. Como no pareció suficiente, dos días después editorializó la noticia con un título no menos expresivo: 'Cartera de la Iglesia'. Quisiera creer que esta información, que generaliza abusivamente y contribuye al descrédito de la Iglesia, obedece más bien a la ignorancia sobre la organización económica de las unidades administrativas eclesiásticas. Por desgracia, es bastante general en la sociedad española y se manifiesta espontáneamente en los medios de comunicación. Este neo-anticlericalismo carece de fundamento filosófico, no es fruto de la Ilustración. Es más superficial y hay que situarlo en la zona de los impulsos que tienen su campo de juego en las páginas de los periódicos y en las tertulias de los medios audiovisuales. Es alarmante porque abarca a amplios sectores de la sociedad española. España es el país donde los eclesiásticos han ejercido más el género de la predicación y menos el de la formación teológica. No es extraño que se caracterice por la debilidad de la formación religiosa. En particular, la ignorancia sobre la organización económica de las instituciones eclesiásticas, ya de por sí opacas, ha servido para alimentar poderosamente nuestros conflictos seculares y hasta de argumento para una persecución religiosa cruel y fratricida.

No se puede negar que la Iglesia de hoy aparece a los ojos de muchos como una pirámide faraónica que ha desafiado los siglos, custodiando el tesoro de su doctrina evangélica, con frecuencia celosamente embalsamada. Cuestiones tan importantes para la evangelización como la transparencia en el testimonio de pobreza y la jurisdicción universal del Papa sobre toda la Iglesia son los primeros capítulos de esa desgraciada desinformación. Las nuevas generaciones y los espíritus más cultivados no llegan a comprender ese meollo de cuestiones internas, abriendo así un espacio para toda clase de sospechas. Este alejamiento de la realidad es grave. Ni el Evangelio ni la doctrina de los Concilios autorizan a organizar en forma piramidal la estructura económica. El Vaticano I y el II trataron de complementar la jurisdicción del Papa, sin minar la condición autónoma que caracteriza a las comunidades diocesanas. El Colegio de todos los obispos, presidido por el Obispo de Roma, es el intérprete auténtico de las verdades de la fe y cada obispo mantiene la jurisdicción sobre su comunidad diocesana, en comunión con la cabeza visible que es el Vicario de Cristo.

La Curia romana está formada por diversos dicasterios o departamentos, como el Gobierno de cualquier nación. Pero nunca, a lo largo de dos milenios, surgió la menor iniciativa de crear un Ministerio de Economía. Figúrense ustedes el poder financiero de la Iglesia si desde Roma se pudieran manejar las miles de unidades administrativas de propiedades y dinero, si tuviera la posibilidad de formar con todas ellas un capital ingente que seguramente podría desafiar a las mayores multinacionales. Semejante tentación no pasó por la mente de ningún papa ni de ningún concilio. Sería claramente antievangélica.

Los bienes económicos de una diócesis son administrados por su obispo respectivo, que normalmente se ayuda de seglares especialistas. Sin embargo, el obispo no inspecciona las cuentas de otras entidades administrativas como las de los religiosos, colegios, sanatorios, residencias de ancianos, ONGs... Por poner un ejemplo, para mí más cercano, el General de los jesuitas tampoco administra las propiedades de cada provincia de la Orden. La regla de la Compañía no le permite traspasar fondos de una provincia a otra y menos apropiarse de ellos para su curia romana. La unidad administrativa es la provincia, administrada económicamente por el provincial y sus consultores. Semejante principio rige también en las otras congregaciones religiosas y monasterios, que son plenamente autónomos en su economía.

Con mayor razón las organizaciones apostólicas como Cáritas, Manos Unidas, el Domund..., cuyo fin es ayudar con recursos económicos a los países más necesitados, no están obligadas a pedir permiso ni siquiera a su obispo para elaborar proyectos de ayuda a los necesitados. Recabar fondos para el Tercer Mundo es hoy objetivo de infinidad de ONGs cristianas, que actúan según su propio criterio. Los obispos podrán controlar la organización de las personas, su nombramiento y condiciones generales de actuación, pero en modo alguno meter la mano en esas bolsas.

Algunos pensarán que esta prohibición de fundir en una sola masa los medios económicos de todas las unidades administrativas de la Iglesia universal es un error y constituye un obstáculo para la dotación misionera. No tienen en cuenta que la Iglesia de los pobres, por su propia naturaleza, exige que el poder económico se reparta en infinidad de administraciones económicas pequeñas.

A las posibles víctimas eclesiásticas de Gescartera les dolerá la pérdida de sus recursos económicos, pero en el caso de la Iglesia se añade otro dolor mayor: el escándalo que están promoviendo a costa de este percance lamentable los medios de comunicación. Mucho más si ese escándalo, como sucede en nuestro caso, se vale de una información tan errónea, cuando implica a toda la Iglesia en el desacierto de unos cuantos miembros de ella. Se puede hablar de la doctrina de la Iglesia, pero yerran los que transfieren esa expresión al capital. No se puede hablar sin más del 'capital de la Iglesia', porque equivale a juzgar el todo por la parte.

No puedo terminar estas rápidas consideraciones sin echar una mano a los escandalizados por un hecho tan normal y lícito como que algunos administradores eclesiásticos hayan participado en el mercado de valores. ¿Es ésta una institución diabólica? ¿Han faltado a algún principio de moral profesional? Ni se hizo ni se puede hacer con el dinero público que va directamente a la retribución personal de los eclesiásticos y al mantenimiento de universidades a las que ayuda la Conferencia Episcopal. Si pensaron que multiplicaban el dinero encomendado a ellos sin correr el riesgo de perderlo y creyeron a los directivos de Gescartera, no cometieron otro

pecado que el de su ingenua debilidad. Nos parece excesivo atribuir carácter especulativo a esta actuación. Aun en el caso, no probado, de que fueran engañados, corresponde a los tribunales legítimos del Estado y de la Iglesia determinar el grado de delito cometido.

No menos me sorprenden aquellos que aprovechan la ocasión para utilizar este percance como argumento contra el dinero público que reciben algunos miembros de la Iglesia y entidades eclesiásticas. ¿Pierden los derechos de ciudadanía española por el hecho de ser eclesiásticos? No reciben el dinero público gratuitamente, sino en función del servicio público que prestan.

Me sorprende sobre todo que todavía haya políticos ilustrados que desconozcan la naturaleza del Estado español. No se han enterado del pacto constitucional que pacificó el secular confrontamiento de la famosa 'cuestión religiosa'. Señores neo-anticlericales, éste no es un Estado laico, ajeno al hecho religioso. Tiene ojos y oídos para percibir las necesidades y la obra que llevan adelante los miembros de las distintas confesiones religiosas. Particularmente las cuatro de especial raigambre social en España: los católicos, los musulmanes, los judíos y los evangélicos. El artículo 16 de nuestra Carta Magna impone a los Poderes Públicos mantener relaciones de cooperación con las confesiones religiosas. Eso no limita, sino que asegura por parte de las religiones reconocer la laicidad del Estado, que es algo bien diferente del 'Estado laico'. La Ley Orgánica de Libertad Religiosa (7/1980) desarrolló un derecho fundamental de las personas y los grupos y fue votada, ¡oh maravilla!, por unanimidad en la Cámara de Diputados. Este caso extraordinario de consenso total en la historia de nuestra democracia es puesto en entredicho por algunos que quizá hubieran votado en contra, pero al parecer no estuvieron presentes en aquel momento en el Parlamento, ni conocen la historia de nuestra transición.

¿Se teme acaso que esté surgiendo un nuevo poder neoconfesional con la subvención al culto y al clero? ¡Sosiéguense sus señorías! Toda la subvención estatal no llega a cubrir el cincuenta por ciento de las necesidades vitales de los sacerdotes que la disfrutan. Doy por supuesto que estos escrupulosos de la administración del dinero público tendrán que ser coherentes y mantener el mismo criterio en la subvención a los partidos y otras manifestaciones de la cultura política. Si es necesario que se subvencione el cine, el teatro y la música por el bien que hacen al pueblo, ¿por qué oponerse a que las distintas confesiones y especialmente la católica reciban la ayuda del Estado para su propia subsistencia vital?

Deberíamos preocuparnos mucho más por la ignorancia, por la desinformación. No parece bueno que los medios de comunicación se presten al oficio de desinformar.

José Mª Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.

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