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Reportaje:Estampas y postales

El lagarto tatuado

Miquel Alberola

Durante los años en que frecuentó las penitenciarias norteamericanas para escribir A sangre fría, a Truman Capote le impactó el hecho de que todos los condenados a muerte que conoció llevaran un tatuaje. Esta constatación llegó incluso a convertirse en una obsesión, con la que trató de establecer, entre trago y trago, una relación de causa y efecto. Hoy los tatuajes ya no sólo los llevan quienes aguardan con la esperanza abrasada en la galería de la muerte, ni los legionarios, sino cualquier oficinista destraumatizado de Durofelguera. Incluso las hijas de los diputados del PP.

Cuentan con tantos adeptos como detractores, pero por encima de ese encarnizamiento estético hay tatuajes que invisten de seducción a quien los lleva y otros que simplemente destruyen su atractivo. Éste es el caso del lagarto mineral de la Serra de Les Raboses, con el tatuaje de Cullera sobre el lomo, que continúa transmitiendo la sensación tormentosa que captó el autor de Música para camaleones, aunque con varias vueltas de tuerca sobre su propia perversión. Este tatuaje convierte al monte en su propio presidio, en su condena y en su ignominia. En cambio, para algunos vecinos ese mamarracho elaborado con pintura blanca al plástico es el máximo monumento local.

Éste es el relieve más meridional del sistema ibérico junto al Mediterráneo, y el punto más elevado del parque natural de L'Albufera, por algo estuvo ahí con su forma de herradura propiciando la formación del lago y facilitando los cultivos sobre los materiales cuaternarios depositados por el río Turia. Por lo menos desde el Paleolítico ha ejercido una profunda atracción sobre el hombre, que siempre lo trató como un monumento sagrado. Pero a principios de los años sesenta un cronista gafe llamado Enrique Torres tuvo la ocurrencia de proponer al Ayuntamiento de Cullera que pintase el nombre del pueblo sobre la espalda de este monte bajo la pamplina de que la carretera N-322 bordeaba al núcleo urbano y el turismo pasaba de largo. Y lo peor de todo es que al Consistorio le pareció una idea formidable y elevó este disparate a la categoría de acontecimiento municipal, con importantes efectos sobre el paisaje.

Sin duda, este erudito de vuelo gallináceo había visto en alguna película unos planos aéreos de Hollywood y enseguida su dinámico cerebro proyectó el asunto sobre la Serra de Les Raboses. En ello vio el remedio para que ese maravilloso entorno no quedara condenado a la ignorancia del palangre y el trasmallo. Desde entonces, ese tatuaje gigantista, propio del totalitarismo, ha estado ahí como un insulto a la geología, mientras otras localidades como Benidorm o Gandia, sin necesidad de pintar su nombre en la Serra Gelada o en el Motdúver, conseguían atraerse al turismo con mayor eficacia, puesto que el hecho de llevar el nombre escrito en la testuz no inviste de valores que no se tengan de antemano.

Esta extravagancia hortera ha sobrevivido a la dictadura y a la democracia, a gobiernos autonómicos y a corporaciones locales, como si se tratase de un patrimonio cultural muy singular que debiera perpetuarse para gloria de su inventor, quien también llegó a proponer la apertura de un tablao flamenco en el interior de una cueva de esta sierra rica en en restos arqueológicos. Y sin embargo, todavía no ha habido ni un un gobernante que se haya propuesto acabar con un residuo sintético del día en que el franquismo y la memez se confundieron en una sola sustancia.

La Serra de Les Raboses, en Cullera.
La Serra de Les Raboses, en Cullera.JESÚS CÍSCAR
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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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