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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cartera de la Iglesia

Fraude fiscal, dinero negro, abuso de poder, información privilegiada. Los datos sobre el escándalo Gescartera, a la espera de otros peores, no dejan lugar a dudas sobre la catadura social de los principales protagonistas de este culebrón de casino, ni sobre los mecanismos por los que esta sociedad de valores reclutaba a sus muy importantes clientes. Entre éstos se encuentra la Iglesia católica en cantidades que, por ahora, suman 2.500 millones de pesetas. Al menos el Arzobispado de Valladolid y las diócesis de Palencia, Cuenca y Astorga, además de varias órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, la ONG Manos Unidas, gobernada con mano firme por la Conferencia Episcopal, y hasta el Domund, encargado de recaudar fondos para las misiones, entregaron una parte importante de sus ahorros a la sociedad intervenida por la CNMV.

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Si el dinero que la Iglesia confió a Gescartera hubiera sido producto de sus bienes y negocios, o de los mínimos ingresos del cepillo, y si lo hubiese entregado de forma transparente, nada cabría objetar. Pero en España la mayor parte de los ingresos de la Iglesia procede del erario público: de los Presupuestos Generales del Estado -21.750 millones este año- o de generosas subvenciones que compensan la tarea de miles de eclesiásticos en servicios sociales o en la enseñanza, la sanidad, los cuarteles y las cárceles. El Estado, constitucionalmente laico, incluso paga religiosamente la nómina de más de 13.000 profesores de religión contratados cada año por los obispos para los colegios públicos.

¿Tanto dinero sobra a los prelados, que pueden distraer miles de millones para especular en Bolsa? Algunos políticos de izquierda, al hilo del monumental escándalo, han cuestionado estos días el sistema de financiación de la Iglesia, que aceptó jubilosa en 1987, después de una larga negociación con el Gobierno socialista, el llamado impuesto religioso, mediante el cual sus fieles asignarían voluntariamente el 0,5239% de su cuota en el IRPF para las arcas eclesiásticas, y presumió, además, de que el citado impuesto iba a bastar y sobrar para el sostenimiento del clero y culto católicos en España.

Conviene recordar que los obispos, muy felices con aquel acuerdo de autofinanciación, pactaron un periodo transitorio de adaptación de tres años en el que el Gobierno les garantizaría una cantidad fija -14.000 millones de pesetas en el ejercicio presupuestario de 1988-, caso de no cubrirse con la recaudación del IRPF. El plazo terminó en 1991. De entonces acá, el dinero que reciben de más, vía Presupuestos del Estado, está fuera de lo convenido. El Estado laico no tiene la culpa de que sólo el 35% de quienes se dicen católicos destine a la Iglesia la parte de sus impuestos que otorga la ley. Claro que comportamientos como los que algunos eclesiásticos han demostrado ahora, jugando a ricos y especuladores, pueden acrecentar esos generalizados recelos fiscales.

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