APAGÓN
Estaba a punto de espachurrar dos mosquitos bajo la suela de mi alpargata cuando me di cuenta de que estaban fornicando. No son los únicos, que conste. Hace unos días que observo una epidemia sexual a mi alrededor. Ayer, entre las motos acuáticas varadas en la arena de la playa, allí donde los pescadores solían repartir el botín y celebrar con una caldereta perfumada de ajos el milagro de la multiplicación de los peces, ví como dos muchachos brindaban con un majestuoso polvo a la salud del crepúsculo. Incluso al cura del pueblo parece afectarle este vendaval de humana y mediterránea calentura. Durante el sermón dominical, me dió la impresión de que, bajo la campana de su sotana de diseño, le crecía un ruidoso badajo digno de Lucifer. Belcebú, mientras tanto, surca las olas sobre una tabla de windsurf. Ulises regenta un after-hours con sirenas-gogó enjauladas y Caín es el gorila albino de la puerta que se encarga del derecho de admisión. En la cola, Judas reparte besos con lengua a cambio de pastillas y María Magdalena deambula por el malecón, convertido en hipermercado de chaperos. En un alarde geopolítico, los langostinos negocian con los calamares su protagonismo en los anuncios de platos combinados. En alta mar, los piratas encargan pizzas de centollo por teléfono. Jehová se lava las manos en el agua de unas piscinas en las que todos los socorristas se llaman Herodes. Tumbada en una hamaca, una escandinava Ofelia duerme la siesta de la sangría. Sueña que se casa con el príncipe Felipe y que, en la escalinata del palacio de Marivent, rodeados de grillos y paparazzi, ambos anuncian el bando según el cual queda terminantemente prohibido asesinar toros y vaquillas. Baja el euro y sube la temperatura. Veinte pobres de solemnidad juegan al fútbol con una sandía en el fondo de una piscina vacía. Paraíso es el nombre de un helado que se derrite cuando entra en contacto con los labios de una niña que aspira a ser mujer sin pasar por el trago de la adolescencia y que todavía no controla la onda expansiva de su sensualidad. En la suela de mi alpargata, los mosquitos espachurrados forman una mancha de esparto, sangre y muerte. Parece un cuadro de Antoni Tàpies. Lo mejor del verano es cuando se va la luz. Los cobardes, entonces, se agarran a sus teléfonos móviles. Los valientes, en cambio, redescubren el ancestral placer del tacto y la caverna.
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