Bella y madura, la 'Molinera' de Schubert regresa a Vilabertran en la visión conmovedora de Goerne
Fidelidades. Es fiel Matthias Goerne a Vilabertran, la pequeña localidad ampurdanesa junto a Figueres a la que acude regularmente a cantar desde 1994, cuando aún pocos sabían de su arte. Fiel es este festival a la vocación de ponerle al verano un broche de recogimiento: aunque este año ha adelantado ligeramente el calendario, mantiene el carácter de anuncio otoñal, de vuelta a la cotidianidad tras los excesos estivales. Fiel es también el público, que -la noche del sábado- murmura en el claustro poco antes de llenar (400 personas) la sobria iglesia de piedra.
El piano, solitario, ocupa el lugar del altar. Ni una tos interrumpirá los 20 poemas de Wilhelm Müller, desgranados como lo que son: un canto unitario de vida, amor y muerte. El río es el gran protagonista de La bella molinera. Su transcurrir es el motor del ciclo. Lo intuía Müller cuando escribía que acompañados de música sus versos sonarían mejor. Pero ni siquiera llegó a saber que en 1823 un joven compositor vienés, de nombre Franz Schubert, había puesto melodía a su verbo.
El río. Un arroyo fresco y vital, al principio, que avanza con el brío despreocupado del caminante vigoroso. Goerne y Eric Schneider, el pianista, sorprendieron en esa primera parte. Comparadas con otras versiones, esas cinco canciones iniciales sonaban demasiado cuadradas e impetuosas: apenas había pausa entre ellas, se sucedían con una determinación rayana en el atropellamiento. Pero llegó El curioso y el clima cambió de pronto. Dramáticamente, este lied es de capital importancia, pues anuncia el conflicto entre el río y la vida, triste metáfora que se halla en el corazón de La bella molinera.
Pero aún queda mucho ciclo por delante. Vuelve el ímpetu del joven y con él los espumarajos del arroyo. La moza es suya, grita exaltado, pero no tarda en abrirse camino la insidiosa sospecha vestida de cazador: un ser que no pertenece al río. Dos nuevos lieder -Pausa y Con la cinta verde del laúd- vuelven al carácter contemplativo alejado de las aguas: Goerne los cantó de un solo aliento, metidos en un mismo clímax suspensivo. Lo que sigue ya no es más que amarga conciencia de la derrota: todo pasa, nada es. El brutal diálogo de muerte entre el río y el molinero fue dicho por Goerne con una intensidad y un conocimiento del drama sobrecogedores.
Goerne y Schneider trazaron este recorrido sentimental y físico con una extraordinaria transparencia dramática.
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