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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El arte de la alta costura convierte a los museos en grandes escaparates

Balenciaga en el Kursaal, Armani en el Guggenheim y el vestuario de Jackie Kennedy en el Metropolitan: la moda desplaza a la pintura como reclamo para llenar de visitantes los mejores espacios

En los últimos años la moda ha entrado en los museos por su propio pie. Exposiciones de gran formato a modistas consagrados de ayer y de hoy quieren avalar el maridaje de arte e industria que hay en los más exquisitos trapos de costura.

La exposición de Giorgio Armani del Museo Guggenheim de Bilbao (que se mantiene abierta hasta el 2 de septiembre) coincide con la de Balenciaga en el Kursaal de San Sebastián, recientemente inaugurada y que se puede ver hasta el mes de octubre. En Nueva York, un importante museo usa como reclamo veraniego los restos del fondo de armario de Jackie Kennedy Onassis; el madrileño Museo Cerralbo expuso recientemente una exquisita selección de trajes de época. Está de moda que la moda, con sus acentos frívolos y su lastre de glamour, entre en los museos.

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Si por un vestido de cóctel de Jean Patou o un tailleur de los años felices de Coco Chanel o Christian Dior se pagan fortunas en las subastas de Londres y París, por qué no exhibirlos como verdaderas obras de arte. O al menos, como piezas artesanas donde hay mucho de arte y de eso que se da en llamar alta moda para los italianos, haute couture para los franceses, o alta costura en castellano. En el argot profesional el adjetivo se ha obviado y ha dejado paso a una sola palabra sagrada y carísima: costura, lo que hoy resulta más que nada un a veces enloquecido esfuerzo corporativo.

Hay prendas en estas exposiciones sobre moda o modistas capaces de vivir por sí mismas, y otras se ven aderezadas con un pedigrí nominal, eso es si el vestido en cuestión perteneció a una estrella de cine, una millonaria filantrópica o una errante condesa de la extravagancia.

La exposición de Giorgio Armani en el Guggenheim procedía de la casa madre neoyorquina y pretendía crear un patrón de elegancia sobre la elegancia. Es decir, que el montaje dialogara a la misma altura y con el mismo tono que lo que se exhibía. El resultado, más alabado por la prensa del corazón que por la especializada, lo consigue a medias, si bien la muestra permite ver la coherencia que recorre la carrera del italiano más universal de la moda actual, seguido muy de cerca en ventas por Valentino (otro sastre de tradición con sentido de lo clásico), perseverante en sus principios lineales e impermeable a los vaivenes de las tendencias.

Estos mismos adjetivos pueden aplicarse a Cristóbal Balenciaga, clásico entre los clásicos y espejo en el que se han mirado los más serios estilistas de todas las épocas. Aún hoy se pisa literalmente sobre sus huellas. La identidad, la marca del modista, no dependía de un logotipo o de monstruosas operaciones mediáticas, sino esencialmente de su talento y capacidad para generar un estilo con aires de permanencia.

La idea de estas muestras de moda dentro de grandes museos la iniciaron, cómo no, los italianos a mayor gloria de sí mismos y con mucha seriedad distinguiendo qué se quería resaltar del modista exponente, qué pertenecía a su genio y qué era mérito de otros.

A pesar de lo reciente, es ya una leyenda la exposición de Pucci organizada en la Sala Bianca del florentino Palazzo Pitti dentro de la Bienalle Moda e Costume en diciembre de 1997. El diseño fue encomendado a Pier Luigi Pizzi, y el arquitecto, director de óperas y diseñador de escenografías veneciano, creó un espacio inolvidable: se trataba de una pasarela de espejos por la que circulaban, sobre una cinta móvil, los maniquíes con los trajes tantas veces imitados de ese visionario que fue Emilio Pucci. A los lados de la pasarela, las hileras de filas de sillas del supuesto público, estaban ocupadas por cientos de maniquíes también vestidos con las colecciones puccianas de todas las épocas. El resultado era verdaderamente 'un universo Pucci', como reconoció el propio Pizzi, al relacionar más circular que simbólicamente la pauta de la pasarela con el observador, un esquema del fashion victim ideal.

La muestra del Kursaal en San Sebastián reúne alrededor de sesenta importantes piezas de Cristóbal Balenciaga (Getaria, 1895-1972) sobre sendos maniquíes, no siempre adecuados al formato de las prendas. No hay más que comparar alguna prenda expuesta de manera inane sobre el maniquí de marras y la foto que documenta al mismo vestido sobre una percha humana y proporcional.

Fue Balenciaga precisamente el primero en entrar en los grandes museos. En una ocasión de elegante modestia Hubert de Givenchy dijo que la gran moda no moriría jamás como tal, pero que una manera de concebirla sí había desaparecido con Balenciaga. La museografía moderna, liberada de una cierta ortodoxia, ha permitido esa convivencia que eleva temporalmente a un arte menor. Baste recordar las muestras de 1973 en el Metropolitan de Nueva York, la de 1985 en el Museo de los Tejidos de Lyón o la parisiense de la Mona Bismarck Foundation en 1994, quizá la que más se adentraba en la severa y casi inviolable intimidad del modista. También hubo una exposición sobre Balenciaga, aunque de menor tamaño que las otras, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1974.

El montaje donostiarra recurre a crear una distancia simbólica entre esa ropa de costura inalcanzable y el visitante. Los trajes surgen serenos desde una inquietante superficie de arena y se circula por unas pasarelas de madera. La iluminación puntual recrea la intensidad de las texturas a las que el tiempo ha podido a veces estampar una pátina de rara belleza.

Pero lo más interesante de esta exposición son las raras piezas de sus horas tempranas, de una manualidad hoy impensable, así como los tres trajes de novia, los tejidos de lentejuela y perlas elaborados a mano y la variedad de sombreros, tocados, boleros y toreras que llegaron a ser consustanciales a su estilo. Carmel Snow, la célebre crítica de moda de la revista Harpers Bazaar, escribió en 1953 a propósito de unos trajes de Balenciaga: 'Nada es más misterioso que la simplicidad que no puede ser descrita ni copiada', esa especie de 'construcción invisible' (sic. Givenchy) que se sostenía a sí misma, se crecía o se materializaba como demostración de un dibujo más genial que perfecto, puede ser ahora revisitada en Kursaal.

Aun así, y por sorpresa, Balenciaga decide bruscamente en 1968 cerrar su casa de costura. Pasaron unos años inciertos, y en una de sus raras entrevistas y quizás la última en profundidad que concedió el mismo año de su muerte a Prudence Glynn, entonces todopoderosa redactora de moda de Times, dijo tajantemente: 'La manera de vivir que permite la existencia de la alta costura no existe ya: la alta costura es un lujo que resulta imposible en nuestra época'. Sin embargo, sus creaciones están ahí, aparentemente mudas sobre un mudo maniquí.En los últimos años la moda ha entrado en los museos por su propio pie. Exposiciones de gran formato a modistas consagrados de ayer y de hoy quieren avalar el maridaje de arte e industria que hay en los más exquisitos trapos de costura.

La exposición de Giorgio Armani del Museo Guggenheim de Bilbao (que se mantiene abierta hasta el 2 de septiembre) coincide con la de Balenciaga en el Kursaal de San Sebastián, recientemente inaugurada y que se puede ver hasta el mes de octubre. En Nueva York, un importante museo usa como reclamo veraniego los restos del fondo de armario de Jackie Kennedy Onassis; el madrileño Museo Cerralbo expuso recientemente una exquisita selección de trajes de época. Está de moda que la moda, con sus acentos frívolos y su lastre de glamour, entre en los museos.

Si por un vestido de cóctel de Jean Patou o un tailleur de los años felices de Coco Chanel o Christian Dior se pagan fortunas en las subastas de Londres y París, por qué no exhibirlos como verdaderas obras de arte. O al menos, como piezas artesanas donde hay mucho de arte y de eso que se da en llamar alta moda para los italianos, haute couture para los franceses, o alta costura en castellano. En el argot profesional el adjetivo se ha obviado y ha dejado paso a una sola palabra sagrada y carísima: costura, lo que hoy resulta más que nada un a veces enloquecido esfuerzo corporativo.

Hay prendas en estas exposiciones sobre moda o modistas capaces de vivir por sí mismas, y otras se ven aderezadas con un pedigrí nominal, eso es si el vestido en cuestión perteneció a una estrella de cine, una millonaria filantrópica o una errante condesa de la extravagancia.

La exposición de Giorgio Armani en el Guggenheim procedía de la casa madre neoyorquina y pretendía crear un patrón de elegancia sobre la elegancia. Es decir, que el montaje dialogara a la misma altura y con el mismo tono que lo que se exhibía. El resultado, más alabado por la prensa del corazón que por la especializada, lo consigue a medias, si bien la muestra permite ver la coherencia que recorre la carrera del italiano más universal de la moda actual, seguido muy de cerca en ventas por Valentino (otro sastre de tradición con sentido de lo clásico), perseverante en sus principios lineales e impermeable a los vaivenes de las tendencias.

Estos mismos adjetivos pueden aplicarse a Cristóbal Balenciaga, clásico entre los clásicos y espejo en el que se han mirado los más serios estilistas de todas las épocas. Aún hoy se pisa literalmente sobre sus huellas. La identidad, la marca del modista, no dependía de un logotipo o de monstruosas operaciones mediáticas, sino esencialmente de su talento y capacidad para generar un estilo con aires de permanencia.

La idea de estas muestras de moda dentro de grandes museos la iniciaron, cómo no, los italianos a mayor gloria de sí mismos y con mucha seriedad distinguiendo qué se quería resaltar del modista exponente, qué pertenecía a su genio y qué era mérito de otros.

A pesar de lo reciente, es ya una leyenda la exposición de Pucci organizada en la Sala Bianca del florentino Palazzo Pitti dentro de la Bienalle Moda e Costume en diciembre de 1997. El diseño fue encomendado a Pier Luigi Pizzi, y el arquitecto, director de óperas y diseñador de escenografías veneciano, creó un espacio inolvidable: se trataba de una pasarela de espejos por la que circulaban, sobre una cinta móvil, los maniquíes con los trajes tantas veces imitados de ese visionario que fue Emilio Pucci. A los lados de la pasarela, las hileras de filas de sillas del supuesto público, estaban ocupadas por cientos de maniquíes también vestidos con las colecciones puccianas de todas las épocas. El resultado era verdaderamente 'un universo Pucci', como reconoció el propio Pizzi, al relacionar más circular que simbólicamente la pauta de la pasarela con el observador, un esquema del fashion victim ideal.

La muestra del Kursaal en San Sebastián reúne alrededor de sesenta importantes piezas de Cristóbal Balenciaga (Getaria, 1895-1972) sobre sendos maniquíes, no siempre adecuados al formato de las prendas. No hay más que comparar alguna prenda expuesta de manera inane sobre el maniquí de marras y la foto que documenta al mismo vestido sobre una percha humana y proporcional.

Fue Balenciaga precisamente el primero en entrar en los grandes museos. En una ocasión de elegante modestia Hubert de Givenchy dijo que la gran moda no moriría jamás como tal, pero que una manera de concebirla sí había desaparecido con Balenciaga. La museografía moderna, liberada de una cierta ortodoxia, ha permitido esa convivencia que eleva temporalmente a un arte menor. Baste recordar las muestras de 1973 en el Metropolitan de Nueva York, la de 1985 en el Museo de los Tejidos de Lyón o la parisiense de la Mona Bismarck Foundation en 1994, quizá la que más se adentraba en la severa y casi inviolable intimidad del modista. También hubo una exposición sobre Balenciaga, aunque de menor tamaño que las otras, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1974.

El montaje donostiarra recurre a crear una distancia simbólica entre esa ropa de costura inalcanzable y el visitante. Los trajes surgen serenos desde una inquietante superficie de arena y se circula por unas pasarelas de madera. La iluminación puntual recrea la intensidad de las texturas a las que el tiempo ha podido a veces estampar una pátina de rara belleza.

Pero lo más interesante de esta exposición son las raras piezas de sus horas tempranas, de una manualidad hoy impensable, así como los tres trajes de novia, los tejidos de lentejuela y perlas elaborados a mano y la variedad de sombreros, tocados, boleros y toreras que llegaron a ser consustanciales a su estilo. Carmel Snow, la célebre crítica de moda de la revista Harpers Bazaar, escribió en 1953 a propósito de unos trajes de Balenciaga: 'Nada es más misterioso que la simplicidad que no puede ser descrita ni copiada', esa especie de 'construcción invisible' (sic. Givenchy) que se sostenía a sí misma, se crecía o se materializaba como demostración de un dibujo más genial que perfecto, puede ser ahora revisitada en Kursaal.

Aun así, y por sorpresa, Balenciaga decide bruscamente en 1968 cerrar su casa de costura. Pasaron unos años inciertos, y en una de sus raras entrevistas y quizás la última en profundidad que concedió el mismo año de su muerte a Prudence Glynn, entonces todopoderosa redactora de moda de Times, dijo tajantemente: 'La manera de vivir que permite la existencia de la alta costura no existe ya: la alta costura es un lujo que resulta imposible en nuestra época'. Sin embargo, sus creaciones están ahí, aparentemente mudas sobre un mudo maniquí.

Exposición de Giorgio Armani en el Guggenheim de Bilbao.
Exposición de Giorgio Armani en el Guggenheim de Bilbao.SANTOS CIRILO
Modelos de Cristóbal Balenciaga en el Kursaal de San Sebastián.
Modelos de Cristóbal Balenciaga en el Kursaal de San Sebastián.JESÚS URIARTE

La huella de Balenciaga

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