EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos
Resumen. Al dirigirse al Auditorio Real para ver la inauguración del Festival de las Artes, Horacio se encuentra con los dos segundos de a bordo, que deberían estar en la nave espacial. Tras hablar con ellos, Horacio se da cuenta de que mediante una falsificación de su firma realizada por el Duque, se ha cursado una falsa orden a todos los habitantes de la nave espacial para que acudan al Festival, lo que han hecho, dejando sola la nave.
1919
Viernes 21 de junio (continuación)
Mal camino llevaba el Festival de las Artes, incluso antes de ser inaugurado oficialmente por el Duque, por cuanto mi propia gente, invitada y estimulada a mis espaldas, parecía poco dispuesta a guardar las formas debidas. ¿Debía considerar lo que allí ocurriera responsabilidad mía?
De estas preocupaciones me distrajo momentáneamente la presencia en el palco de la señorita Cuerda, que se había agenciado para la ocasión uno de los aparatosos vestidos de ceremonial que usan los pobladores en la Estación Espacial sin distinción de sexos, pues su hechura holgada lo permite, de modo que algunos encantos de la señorita Cuerda quedaban velados, pero muy acrecentada la elegancia de su porte y la dulzura y perfección de sus facciones. Por desgracia, no me fue posible sentarme a su lado, pues, debido a mi rango, debía hacerlo en primera fila, a la derecha del Chambelán, y flanqueado por el portaestandarte y el guardia de corps. En la segunda fila se sentaban, además de la señorita Cuerda, los dos segundos de a bordo y el doctor Angelopoulos, quedando vacías las dos butacas correspondientes al desaparecido Gobernador y a Garañón, a quien no había vuelto a ver desde el momento mismo del desembarco.
El palco contiguo, a todas luces el Palco Real, a juzgar por su boato, estaba vacío, pues si bien lo ocupaban normalmente el Duque y la Duquesa, acompañados de algún miembro selecto de la corte, en representación de Su Majestad el Rey inexistente, ahora el Duque se encontraba entre cajas, preparándose para pronunciar la alocución inaugural, la Duquesa había hecho saber por medio de una dama de honor que se encontraba indispuesta, pero que haría acto de presencia en el transcurso de la Gala, y del abate no se había sabido nada en todo el día. Sin duda, había sido retenido por algún imprevisto de última hora y llegaría con retraso.
Esta información me la proporcionó el Chambelán en un susurro, porque las luces de la sala se habían apagado y dos reflectores formaban un círculo de luz en mitad del gigantesco escenario.
Descendió el griterío proveniente del patio de butacas ante la expectativa provocada por el cambio de luces, pero volvió redoblada la bochornosa algarabía cuando el Duque, magníficamente engalanado, avanzó por el escenario hasta situarse en el centro del círculo de luz. Sólo después de un largo rato y profusión de ademanes imperiosos por parte del Duque, a los que yo uní mis ruegos y llamadas en un intento de restablecer el orden y, sobre todo, de dejar en buen lugar a mi gente, se restableció un mínimo silencio que permitió al Duque dirigir la palabra al respetable público.
No me tranquilizó advertir que la alocución del Duque consistía en una premiosa bienvenida a todos los asistentes, y muy en especial a quienes habían venido de muy lejos con el único propósito de asistir al Festival, lo que provocó grandes carcajadas en el patio de butacas, pues los únicos forasteros que allí había eran precisamente los tripulantes y pasajeros de la nave, ninguno de los cuales había embarcado con el propósito de asistir a ningún Festival, sino, bien al contrario, en contra de su voluntad, en virtud de medidas coercitivas derivadas de sentencias judiciales y, en muchos casos, con intervención de la fuerza bruta.
A este desacertado principio siguió una larga disertación sobre las excelencias del Festival y los méritos de quienes habían dedicado su entusiasmo y su energía, sin escatimar sacrificios, a hacerlo posible.
Como en realidad esta disertación reproducía palabra por palabra lo que el mismo Duque me había dicho unos días atrás en forma confidencial, me abstendré de consignarla de nuevo, limitándome a señalar ahora que los razonamientos que me habían parecido tan convincentes la primera vez, me lo parecieron menos la segunda, y que por parte del público la disertación fue acogida muy diversamente, pues si bien en los palcos y los pisos altos del Auditorio, ocupados por los habitantes de la Estación Espacial, reinó un respetuoso silencio durante toda la intervención del Duque, en el patio de butacas hubo continuas interrupciones en forma de exclamaciones, silbidos y pataleo.
Nada de todo esto, sin embargo, disuadió al Duque de concluir la perorata, limitándose a parar cuando era interrumpido y a repetir, cuantas veces consideraba necesarias, los fragmentos que el bullicio había hecho a su juicio ininteligible, con lo cual lo que había de durar mucho, duró muchísimo.
Cuando por fin el Duque dio por terminado su discurso, declaró oficialmente inaugurado el Festival, saludó a los escasos aplausos que se le tributaron en medio de un espantoso abucheo y se hubo retirado de la escena, permaneció ésta unos momentos a oscuras y una voz anunció por los altavoces la primera actuación de la Gala.
Se volvieron a encender los focos y vimos en el escenario a un individuo no muy alto y bastante gordo, vestido de jinete, con chaquetilla corta adornada con tachuelas de plata, pantalón ceñido, grandes espuelas en forma de estrella y sombrero de ala ancha, el cual, tras saludar al público haciendo airosos molinetes con el sombrero, explicó que iba a representar para todos nosotros un vistoso ejercicio de doma y adiestramiento tal como lo practicaron en la antigüedad los caballistas de México, el sur de los Estados Unidos y algunas tribus del Asia Central, y añadió que estos ejercicios unían lo acrobático a lo cultural, pues, habiéndose practicado siglos antes por etnias ya extintas, habían pasado a formar parte del patrimonio etnológico de la Humanidad.
Dicho lo cual, procedió a ejecutar las suertes anunciadas. Pero como lo hacía sin caballo, el ejercicio resultaba más ridículo que gallardo y, en términos generales, bastante absurdo y aburrido de ver, por lo que no pasó mucho rato antes de que estallase un verdadero escándalo en el patio de butacas.
Viendo la mala acogida de que se le hacía objeto, volvió a saludar el jinete con su sombrero y salió precipitadamente del escenario cuando empezaban a caer en él los primeros objetos lanzados desde las filas intermedias de la platea, es decir, las ocupadas por las Mujeres Descarriadas. Por suerte, las luces que iluminaban el escenario se apagaron antes de que pudiera reconocerse la naturaleza de los objetos arrojados, y cuando se volvieron a encender ya habían sido retirados del escenario.
La misma voz de antes anunció entonces la actuación de un coro de madrigales que, según la voz anunciadora, ya había actuado en Festivales anteriores con gran éxito de público y crítica.
El coro resultó estar compuesto por una veintena de habitantes de la Estación Espacial, vestidos como siempre. Tal vez su aparición no habría suscitado una recepción negativa del público si no hubiera ocupado el podio del director el mismo charro que acababa de ser expulsado de la escena y en el que reconocí tardíamente al Chantre de la corte que nos había acompañado en nuestra primera cena.
Aún estaban los cantantes afinando las voces cuando cayó de nuevo sobre el escenario una lluvia de objetos diversos y sonaron los primeros disparos efectuados al aire, que, por fortuna, no causaron daños personales ni materiales.
Las cosas iban mal, pero lo peor aún estaba por venir.
Ante el silencio estupefacto de la población local, que seguía la marcha de los acontecimientos ocultando su confusión tras los abanicos, arreció el estrépito, y no sé adónde nos habría conducido aquel pandemónium si de las bambalinas no hubiera empezado a salir una densa columna de humo negro que se fue extendiendo primero por el escenario, provocando toses entre los cantantes, y luego por las primeras filas de la platea.
Entre el público se hizo primero un silencio expectante, por si este fenómeno formaba parte del espectáculo, pero al cabo de poco se empezaron a oír voces aisladas que exclamaban '¡fuego! ¡fuego!'.
Entonces, la voz de siempre informó a través de los altavoces de que, efectivamente, debido a un fallo mecánico, se había declarado un pavoroso incendio en el interior del teatro, pero que la organización del Festival declinaba toda responsabilidad.
Continuará
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