EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos
Resumen. Por fin da comienzo el Festival de las Artes, inaugurado por el duque entre el griterío de los visitantes de la nave espacial. La primera actuación corre a cargo de un jinete, que lleva a cabo un ejercicio de doma y adiestramiento sin caballo. Más tarde aparece un coro de madrigales, despedido entre una lluvia de objetos. De repente, se declara un incendio en el escenario.
2020
Viernes, 21 de junio (continuación)
Ante la evidencia de que se había declarado un incendio en el Auditorio Real, corroborada por la propia empresa organizadora del Festival de las Artes, que rogaba al distinguido público que mantuviera la calma y siguiera las instrucciones que a continuación se le darían, quedó el Auditorio sumido en un silencio ominoso y previsiblemente breve.
Acto seguido se oyó un chisporroteo y los altavoces enmudecieron definitivamente. Para entonces las llamas ya habían hecho su aparición.
En el cumplimiento de mis obligaciones, y sin ánimo de interferir en los asuntos internos de la Estación Espacial, me dirigí al chambelán y le pregunté si confiaba en que los servicios de extinción de incendios del local o, en su defecto, el cuerpo de bomberos de la Estación Espacial, podrían controlar la situación, a lo que respondió el chambelán que él no podía garantizar la eficacia de ninguno de los cuerpos aludidos, pero que, en todo caso, nadie intervendría sin orden expresa del duque, por lo que había que esperar a que el duque hiciera acto de presencia en el Palco Real y se ocupara del imprevisto. El chambelán añadió que tal vez se estuviera duchando. En su voz, sin embargo, me pareció detectar cierto nerviosismo.
No era para menos. Las llamas habían prendido las cortinas e invadían el escenario. Los cantantes habían saltado al patio de butacas y, abriéndose paso a codazos, trataban de ganar las puertas de salida, pero éstas se hallaban obstruidas por los Ancianos Improvidentes, los cuales se habían precipitado hacia la salida y habían caído los unos sobre los otros en confuso montón.
Consideré llegado el momento de prescindir del reglamento vigente y, volviéndome al primero y al segundo segundos de a bordo, les ordené que se hicieran cargo de la extinción del fuego, apropiándose del material pertinente, tal como extintores, mangueras y bocas de riego, y que organizaran la rápida y segura evacuación del local.
Antes de que pudieran aceptar o rechazar la orden, intervino el chambelán para decir, en tono desesperado, que cuanto se hiciera al respecto resultaría, además de ilegal, inútil, porque no había ningún dispositivo contra incendios en todo el Auditorio ni en las proximidades.
Como para dar verosimilitud a sus palabras, señaló con gesto dramático hacia el escenario y, al volver la mirada hacia donde él señalaba, vi cómo el telón del foro, así como el forillo y las bambalinas desaparecían convertidos en pavesas, dejando ver un extenso campo baldío cubierto de polvo y cascotes.
Preguntado al respecto respondió el atribulado chambelán que el antiguo Auditorio Real se había hundido años atrás, así como los demás monumentos de la Estación Espacial y que el local que ahora ocupábamos era sólo un bastidor de madera que reproducía toscamente la vieja sala, el escenario y el foyer.
Así debía de ser, porque el teatro ardía como una tea por los cuatro costados. Preguntado por el cuerpo de bomberos, reconoció el chambelán que no existía. También respondió negativamente a la pregunta de si había agua en las inmediaciones.
El doctor Agustinopoulos propuso utilizar el agua de la laguna, que no estaba lejos del Auditorio, pero el chambelán, al oír esta propuesta, levantó despavorido los brazos al cielo y exclamó que no lo hiciéramos por ningún motivo. Las aguas de la laguna se habían secado hacía mucho tiempo y el agua de los pocos charcos que aún quedaban era sulfurosa y fosfórica, por lo que su utilización ocasionaría una catástrofe sin precedentes.
Le señalé que, sin menoscabo de sus razones, algo había que hacer, porque el fuego había subido por las columnas y alcanzado el anfiteatro, y los espectadores que allí había estaban empezando a arder estoicamente sentados y en silencio.
A esto respondió el chambelán que no debía preocuparme por la población civil de la Estación Espacial, puesto que en dicha Estación Espacial únicamente quedaban 20 personas, las mismas que componían la corte y el coro de madrigales, y las mismas que en aquel preciso instante pugnaban desesperadamente por salir del local en llamas. El resto, añadió señalando los palcos circundantes, el anfiteatro y los pisos superiores, sólo eran muñecos de trapo y cartón, puestos allí para simular una audiencia tan nutrida como inexistente.
Sí debía preocuparme, en cambio, siguió diciendo el chambelán, por los seres vivos que se amontonaban en el último tramo del patio de butacas y a quienes las llamas estaban a punto de alcanzar, así como por la seguridad de quienes contemplábamos este dramático suceso desde el palco de honor, puesto que tampoco para nosotros había salida, ya que la escalera principal era una hoguera y la preceptiva escalera de emergencia no existía. Y acabó diciendo que empezaba a temer que el duque no haría acto de presencia en el Palco Real, por lo que, en virtud de mi rango y de acuerdo con la reglamentación vigente, toda la responsabilidad de lo que allí pasara me incumbía sólo a mí.
Tras unos segundos de consternación por parte de todos, que aprovechó el doctor Agustinopoulos para murmurar que todo aquello nos estaba bien empleado por fiarnos de los promotores culturales, a lo que respondió el chambelán que peores resultados daba fiarse de los médicos, salió la señorita Cuerda de su calma reflexiva para señalar que, si el edificio era de madera y probablemente de madera de la peor calidad, tal vez se pudiera practicar un boquete en la pared que comunicaba con el exterior golpeándola con algún objeto grande y pesado.
No bien hubo acabado la señorita Cuerda de hacer esta sensata sugerencia, cogieron el primer segundo de a bordo y el segundo segundo de a bordo al chambelán por los tobillos y las muñecas, lo balancearon y cuando hubo adquirido suficiente impulso y haciendo caso omiso de sus firmes protestas, lo arrojaron contra la pared.
Me asomé por el boquete y vi que mediaba una considerable altura entre el boquete y el suelo. No pareciéndome bien saltar sobre el cuerpo del chambelán para amortiguar el golpe, propuse formar una maroma con los cortinajes. Visto que dichos cortinajes eran de papel reciclado imitando velludo, se despojó la señorita Cuerda de su amplio vestido palaciego, lo desgarró con admirable destreza, anudó las tiras y, atando a la barandilla del palco un extremo de la maroma así obtenida, nos instó a escapar de aquel infierno sin más demora.
En el ejercicio de mis responsabilidades, ordené al guardia de corps salir en primer lugar, para comprobar la resistencia del dispositivo y, viendo que el cordaje resistía, lo seguí a toda prisa, siendo imitado luego con igual celeridad por los demás ocupantes del palco.
Reunidos en el exterior, a salvo de las llamas, corrimos hacia la entrada principal del Auditorio para tratar de rescatar a los que todavía permanecían atrapados en el interior del edificio, y cuyos gritos de auxilio se podían oír por toda la Estación Espacial e incluso más allá.
Todo el patio de butacas debía de ser ya una ascua y el techo se había derrumbado. Por suerte, todos o casi todos los que habían ocupado el patio de butacas habían conseguido desbloquear las salidas y acceder al foyer. Claro que una vez allí se habían encontrado con una desagradable sorpresa, pues la puerta principal, que era la única practicable, ya que todas las demás puertas eran falsas, se había convertido en una hoguera de todo punto infranqueable.
La señorita Cuerda, con la autoridad que le daba su anterior intervención así como el hecho de ir en paños menores, propuso que hiciéramos lo mismo que acabábamos de hacer pero a la inversa, es decir, que volviéramos a practicar una abertura en la fachada del Auditorio para facilitar la salida de los que estaban dentro.
Nos pusimos manos a la obra, pero la fachada principal era más sólida que la otra y no disponíamos de herramienta alguna, salvo algunos trozos de madera o de metal dispersos por el suelo. Intentamos comunicar a los de adentro nuestro propósito para levantarles el ánimo y exhortarles a colaborar en la operación, pero el griterío y la confusión reinantes en el foyer les impedían oírnos.
Continuará
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