_
_
_
_
Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. El incendio produce resultados inesperados. El fuego quema el teatro con facilidad, y el chambelán tiene que revelar que en realidad el Auditorio Real se hundió y el actual es un bastidor de madera. Igualmente, sólo quedan 20 personas en la estación, y el resto son muñecos de trapo puestos para simular audiencia. Horacio y la señorita Cuerda escapan del fuego e intentan ayudar al resto de los atrapados en el teatro.

21

Viernes 21 de junio (conclusión)

Los pocos que habíamos conseguido escapar milagrosamente del incendio seguimos golpeando arduamente la fachada del auditorio, que ardía con ganas, a fin de rescatar a los que habían quedado atrapados en su interior. No obstante, el resultado era exiguo en lo concerniente a la salvación de los de adentro, y aventurado en lo concerniente a la salvación de los de afuera, pues, según nos advirtió el primer segundo de a bordo, Graf Ruprecht von Hohendölfer, que durante un tiempo había ejercido de picapedrero en un presidio, los golpes hacían poca mella en la pared, pero la vibración podía acelerar el desmoronamiento de la parte del auditorio que todavía estaba en pie, con el consiguiente perjuicio de los unos y los otros.

No andaba desencaminado el primer segundo de a bordo en su dictamen, pues del pomposo frontispicio empezaban a caer fragmentos de diversos tamaños, ninguno desdeñable, en estado de tenaz ignición, lo que nos obligó a proseguir la labor de zapa con la vista puesta en lo alto para poder esquivar aquella mortífera lluvia de cascajos.

Viendo próximo mi fin, decidí aprovechar la ocasión para hacer partícipe a la señorita Cuerda de mis sentimientos con respecto a su persona, pero cuando me volví hacia ella la sorprendí despidiéndose apasionadamente del segundo segundo de a bordo, por lo que decidí aplazar mi declaración hasta un momento más propicio.

Transcurrían los segundos con su habitual rapidez y nada hacía presentir que la aventura no acabaría con el achicharramiento de todos los implicados, con la propagación del incendio a toda la estación espacial, así como a la nave acoplada a la misma y, de resultas de ello, con la definitiva cancelación del Festival de las Artes, cuando se produjo un acontecimiento tan simple como providencial.

Inesperadamente, pues, conforme a lo que nos había revelado el chambelán poco antes de devenir ariete, creíamos que no había en toda la estación espacial nadie más que los allí presentes, se oyó una recia y no desconocida voz que por medio de un megáfono nos instaba a apartarnos de allí a toda prisa.

Así lo hicimos y en el acto se oyó un estruendo, se estremeció el suelo y brotó del fondo de un corredor un caudaloso chorro de agua como si se hubiera desbordado un río.

Reventó la fachada por el empuje de las aguas e invadieron éstas el auditorio, extinguiendo el fuego en pocos segundos y en medio de gran humareda y fragor y crujido de madera rota.

Me vi arrastrado por la corriente y hube de bracear con inusitada energía para no ahogarme, pero este peligro duró sólo un instante. Pronto me depositó el agua en un desnivel del suelo y pude respirar de nuevo, comprobar la integridad física de mi persona y echar un vistazo al desolado panorama que me rodeaba.

No lejos de mí distinguí al doctor Agustinopoulos, abrazado al guardia de corps, y algo más allá, al segundo segundo de a bordo y al portaestandarte. En un talud, también abrazados, estaban el primer segundo de a bordo y la señorita Cuerda. Esta visión empañó la alegría de saberlos a todos a salvo.

Del Auditorio Real sólo quedaba una montaña de carbón, ceniza y lodo, por las laderas de la cual reptaban los supervivientes del cataclismo provocado por el incendio y la inundación. Eran en su mayoría tripulantes y delincuentes que, más vigorosos que los ancianos improvidentes y con más instinto de conservación que las mujeres descarriadas, habían conseguido sobrenadar la riada y posarse en la superficie del derrumbe.

Sin pérdida de tiempo di orden de escarbar en la pila de escombros para desenterrar a los que habían sido sepultados. Extraídos de uno en uno y no sin riesgo y forcejeo, los volvía a la vida el doctor Agustinopoulos practicándoles el boca a boca con ayuda de algunos aficionados.

Al cabo de una hora o dos habíamos recuperado a toda la tripulación y a la gran mayoría del pasaje, no habiendo que lamentar por el momento más que 10 o 12 bajas en total, así como un número indeterminado de fracturas, luxaciones, quemaduras, intoxicaciones por inhalación de humo o ingestión de agua o polvo, varias crisis nerviosas, uno o dos casos de ceguera transitoria y algunas pérdidas de memoria reales o fingidas.

Un pequeño problema se presentó con motivo del rescate de los habitantes de la estación espacial, pues algunos tripulantes y pasajeros de la nave, considerándolos cómplices del trágico percance que había estado a punto de costarnos la vida a todos, pretendían volverlos a enterrar conforme los iban desenterrando, e hizo falta toda mi autoridad y mi poder de disuasión, así como la mediación piadosa de las mujeres descarriadas, para que no llevaran a cabo su venganza. Finalmente accedieron a aplazarla hasta tanto no se hubieran esclarecido las causas del siniestro y determinado el grado de culpabilidad de los implicados.

Por el momento, lo más urgente era regresar a la nave y ponernos ropa seca.

De la estación espacial no quedaba nada en pie, salvo el simulacro de edificios que se veían a lo lejos. Las dependencias del palacio ducal que no habían sido pasto de las llamas habían quedado irreparablemente dañadas por la inundación. Las pérdidas materiales, sin embargo, no habían sido cuantiosas, pues el mobiliario y la ornamentación eran sólo cartón y purpurina. Arrastrados por las aguas los paramentos, tapices y colgaduras, habían quedado al descubierto unos muros endebles, llenos de grietas y desconchados.

Interrogados al respecto los habitantes de la estación espacial, confesaron que en los almacenes reales no había medicinas, ni balastos, ni mercadería alguna, por lo que habría supuesto una pérdida de tiempo ordenar su saqueo.

En realidad, añadieron, en la estación espacial no había nada, salvo unas latas de conservas caducadas, con las que habían confeccionado los banquetes que nos habían sido ofrecidos.

En vista de tan precaria situación y de las escasas posibilidades de seguir obteniendo subsidios de la Administración Federal, los propios habitantes de la estación espacial, ante la perspectiva de morir de inanición, nos rogaron que los lleváramos con nosotros en la nave.

Inicialmente me opuse a ello, pero el primer segundo de a bordo, que parecía haber perdido a la señorita Cuerda en medio de tanto desbarajuste y mezcolanza, pero no el afán de mostrar sus conocimientos de picapedrero, me indicó que los cimientos y las estructuras de sustentación de la estación espacial estaban seriamente dañados, por lo que era de prever el desprendimiento de sus partes, cuando no la desintegración total de la misma en breve plazo.

En vista de lo cual, y en el ejercicio de mis atribuciones, autoricé el embarque de los habitantes de la estación espacial y su distribución en los sectores de mujeres descarriadas, delincuentes o ancianos improvidentes, según correspondiera a su sexo, edad y, en general, a su aspecto externo. Asimismo dispuse que se les proporcionara ropa, jabón y adminículos de afeitar, así como sustento hasta tanto no pudiéramos depositarlos en la próxima etapa de nuestro trayecto.

Acto seguido ordené el embarque inmediato del pasaje y de la tripulación.

Por fortuna, la nave no había sufrido desperfectos, aunque la humareda había tiznado el flanco adosado a la dársena y el olor a chamusquina invadido sus dependencias.

Cuando se hubieron contabilizado las personas a bordo, hubo ocupado la tripulación sus puestos y quedaron convenientemente recluidos los pasajeros en sus respectivos habitáculos, di orden de cerrar las escotillas y proceder a la operación de desamarre.

Mientras se llevaba a feliz término la citada operación, me puse ropa seca y salí en busca de la señorita Cuerda, a la que suponía exhausta y aún bajo los efectos del miedo y, por consiguiente, no del todo reacia a compartir conmigo una botella de Sancerre. Sin embargo, aunque había entrado con el resto del pasaje y había sido vista dentro de la nave después de cerrada la escotilla, nadie supo darme razón de su paradero.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

Capítulo anterior | Capítulo siguiente

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_