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Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

18

Viernes, 21 de junio (continuación)

Desastre completo. Y lo peor es que nada de cuanto había ocurrido con anterioridad podía haberme inducido a pensar que las cosas fueran a torcerse de tal modo, razón por la cual declino toda responsabilidad por los daños a personas y pérdidas materiales derivados de la catástrofe que a continuación trataré de resumir.

Al rememorar los caóticos sucesos ocurridos entre la tarde de ayer y el momento en que me siento a redactar este grato Informe, creo percibir que tuve el primer indicio de que algo no iba como era debido cuando, al dirigirme al Auditorio Real en compañía del Chambelán, a presenciar y participar en la Gala Inaugural del Festival de las Artes, por unos corredores secundarios para evitar las molestias propias de la muchedumbre que se dirigía ruidosamente al mismo lugar, me di de manos a boca con el primer y el segundo segundos de a bordo, a quienes yo suponía en la nave.

Preguntados por la razón de su presencia en aquel lugar, respondieron que se limitaban a cumplir mis gratas órdenes.

Les hice ver que mis órdenes eran precisamente contrarias a su conducta y ellos, cruzando entre sí miradas de complicidad y sonrisas sardónicas y llevándose el dedo índice a la sien como para indicar veladamente que yo estaba cuatro puntos por encima de 'gagá' y uno por debajo de 'para el desguace', me mostraron una hoja de papel sin membrete ni sello oficial, en la cual una burda imitación de mi caligrafía anunciaba que la magnanimidad del Duque y la Duquesa de la Estación Espacial Derrida les había impulsado a recabar la asistencia de toda la oficialidad de la nave, así como al resto de la tripulación y incluso a los pasajeros al Festival de las Artes, con un sustancioso descuento en el precio de los abonos, en vista de lo cual yo, en el uso de mis prerrogativas, ordenaba se adoptaran las medidas necesarias para el inmediato traslado de estas personas, es decir, de todas las personas que se hallaban a bordo de la nave sin excepción alguna a la Estación Espacial y en ella al Auditorio Real, donde el personal de dicho Auditorio las conduciría a las localidades que les habían sido asignadas. Asimismo disponía que se entregara a los portadores de aquella misiva y con cargo a los fondos de liquidez de la nave, la suma de dinero correspondiente a los abonos, que se detallaba a continuación y que ascendía a una cantidad verdaderamente abusiva, incluso para un Festival de tanto renombre.

A esta sarta de inexactitudes seguía una imitación de mi firma y rúbrica aún más burda que la de la letra. De inmediato deduje de dónde procedía la falsificación, pues recordé que, al término de la primera cena que el Duque y la Duquesa me habían ofrecido, el propio Duque, con grandes zalamerías, me hizo firmar en el Libro de Honor de la Estación Espacial, que luego, tras deshacerse en agradecimientos por los elogios que yo había escrito en dicho libro, guardó rápida y celosamente, sin duda con el propósito de imitar o hacer imitar por algún experto mi letra y mi firma.

Preguntados el primer y el segundo segundos de a bordo por la identidad de las personas que habían llevado a la nave aquella orden, describieron a dos enviados del Duque, ataviados con las túnicas ceremoniales propias de sus respectivos cargos, los cuales, además de cumplir con todas las formalidades propias del ritual cortesano habían añadido, contra el pago de los abonos, una buena propina para los dos segundos de a bordo en concepto de comisión, por lo que éstos no dudaron de su legitimidad.

Les reprendí por haber obedecido una orden tan anómala sin haber solicitado previamente confirmación por mi parte y me respondieron que cosas peores me habían visto hacer.

Como su aliento apestaba a bebidas alcohólicas y además eran dos contra uno, estimé inútil seguir discutiendo con ellos. Otro tanto sucedió con el Chambelán cuando me encaré con él, pues se limitó a encogerse de hombros y a recordarme que de acuerdo con el régimen político especial de la Estación Espacial, estaba prohibida toda interferencia de terceros en la toma de decisiones, correspondiendo ésta en forma exclusiva e inapelable al Duque y a sus legítimos descendientes. Por supuesto, añadió, si lo estimaba oportuno, nada me impedía presentar una queja oficial ante el propio Duque, por si éste tenía a bien presentar a su vez una disculpa oficial, pero que, en todo caso, debía esperar al término del Festival, pues era impensable molestar al Duque o a la Duquesa durante los apretados actos que constituían dicho Festival, del cual, me recordó el Chambelán, estaba pendiente toda la Federación Interplanetaria.

No le faltaba razón al Chambelán y además habría sido demasiado tarde para tratar de rectificar lo actuado, porque los espectadores ya se encontraban en el interior del Auditorio Real y la Gala estaba a punto de empezar, de modo que no dije nada.

Antes de entrar en el Auditorio Real advertí con desazón que del suntuoso coliseo salía una incesante algarabía, la misma que había empezado a oír desde mi habitación y que yo había atribuido erróneamente a los habitantes de la Estación Espacial, cuando en realidad provenía de la gente de la nave, que celebraba estrepitosamente aquella inesperada variación en la monotonía de su largo encierro.

Me asaltaron negros presagios, pero nada podía hacer. Los altavoces colocados en la espléndida fachada del Auditorio emitieron potentes acordes musicales y una voz estentórea anunció que el espectáculo estaba a punto de empezar. A este anuncio siguió un rugido ensordecedor. Decidí dejar para más adelante el aspecto legal de la cuestión y, acompañado del primer y segundo segundos de a bordo y precedido del Chambelán, me dirigí al Palco que se nos había asignado.

En la sala del Auditorio el panorama presentaba peor cariz del que yo mismo me había figurado.

Las primeras filas del patio de butacas estaban ocupadas por la tripulación de la nave. A continuación se sentaban los Delincuentes. Tras éstos, las Mujeres Descarriadas, y por último, en las filas más cercanas a las puertas, los Ancianos Improvidentes. Con esto quedaba lleno el patio de butacas, por lo que todos los habitantes de la Estación Espacial se amontonaban en los palcos, el anfiteatro y los pisos altos. Esta separación me tranquilizó, pues de haberse mezclado gentes de tan distinto nivel social e intelectual podrían haberse producido roces, por más que la tripulación, según advertí de inmediato, iba fuertemente armada, con objeto de garantizar el orden público. La eficacia de esta medida, sin embargo, quedaba mermada por el estado etílico de todos los tripulantes de la nave, algunos de los cuales, por broma, habían desenfundado las pistolas y fingían apuntar a las cabezas de los espectadores autóctonos, que guardaban un escrupuloso silencio, se cubrían avergonzados los rostros con los abanicos, siguiendo la moda impuesta por la Duquesa, y trataban de pasar inadvertidos en la penumbra reinante en su zona.

Con creciente desasosiego advertí que el consumo de bebidas alcohólicas no se había restringido a la tripulación, sino que también el pasaje daba claras muestras de intoxicación, incluso los Ancianos Improvidentes, entre los que menudeaban las reyertas, unas de palabra y otras a bastonazos, pues si bien son débiles de constitución, tienen un carácter vivo y una disposición irritable, y se vuelven pendencieros si no están sedados.

Como sólo el doctor Angelopoulos tiene acceso a las bebidas alcohólicas que se encuentran a bordo de la nave y de él no podía provenir su distribución, era evidente que dichas bebidas alcohólicas habían sido distribuidas dentro de la Estación Espacial lo cual, por otra parte, podía constituir una imprudencia, pero no una ilegalidad, puesto que la reglamentación sobre el consumo de bebidas alcohólicas es competencia exclusiva de las autoridades de cada Estación Espacial, debiendo inhibirse en este punto quien las visite. Pero este detalle no aligeraba mi intranquilidad.

Continuará

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