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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tres días de agosto

Todavía los estudiosos no se han puesto de acuerdo sobre muchos aspectos del desplome de la URSS, aparte de su condición de experimento histórico fallido, inviable desde hacía tiempo. Pero quienes participaron en los acontecimientos inmediatamente anteriores a su voladura -el golpe contra Mijaíl Gorbachov ahora hace diez años- nos cuentan su aderezada versión de los hechos y, como en el caso de Vladímir Kriuchkov, explican para la posteridad cuáles eran en realidad las benéficas intenciones de los comunistas conjurados: 'Frenar la desintegración de la URSS y construir un nuevo poder sin derramar sangre'. La fracasada intentona destruyó políticamente a Gorbachov, catapultó a Borís Yeltsin y desencadenó la formidable fuerza centrífuga latente en las repúblicas soviéticas. Antes de acabar el año se declaraba extinta la URSS, pórtico de la inmediata instauración del capitalismo.

En 1991 se derrumbó no sólo la URSS, el PCUS y lo que quedaba del marxismo-leninismo, agonizante ya por el gradualismo del experimento Gorbachov. Durante tres días de agosto, un golpe chapucero y lleno de falsas asunciones acabó de dar la vuelta a la historia, convirtiendo la fecha del 19 en una de esas efeméride memorables del siglo. Kriuchkov y sus camaradas de conspiración creyeron que Gorbachov miraría hacia otro lado, que las tropas y la policía funcionarían a la soviética y que la población les vitorearía como salvadores de la patria, profetas nuevos de los viejos tiempos. Errores crasos. Los golpistas no habían entendido nada de lo sucedido desde 1985, y en particular en el mundo comunista desde 1989. No comprendían por qué los tanques del KGB y el Ejército enviados a liquidar la perestroika eran detenidos en las barricadas levantadas por los ciudadanos.

Las controversias más encendidas sobre aquella crisis de dimensiones planetarias no se centran hoy tanto en sus decisivos factores económicos, militares o políticos como en los caracteres personales: Gorbachov y Yeltsin, básicamente. Es evidente que la perestroika representó una revolución desde arriba y que Gorbachov merece todo el crédito por su radical reforma de la política exterior y el abandono de la represión y la censura como métodos de gobierno; aunque él mismo venga a asegurar ahora que le hubiera gustado mantener viva la URSS y sugiera que los acontecimientos se le fueron de las manos, como opina la escuela de sus detractores. Yeltsin ya ha sido puesto cabalmente en su sitio.

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Sólo el tiempo da perspectiva sobre las grandes mutaciones históricas. La confusión y la falta de certidumbre sobre el curso de los acontecimientos, cuando no el caos, hace de gran parte de lo que fuera la antigua URSS un proceso abierto y en marcha, de final impredecible. En Rusia, su epicentro, y a pesar del poco tiempo transcurrido, muchos confunden hoy a los protagonistas de uno y otro bando, han alterado su percepción de lo ocurrido o simplemente no saben muy bien qué pasó. Vladímir Putin es solamente un recién llegado, lleno de incógnitas y claroscuros. Pero, inquietantemente, demasiados de los que hace diez años intentaron devolver el barco a las aguas tenebrosas creen que el nuevo presidente y el KGB son la reserva moral para sacar al país finalmente de su postración. Parte de la receta, según una apocalíptica carta abierta dirigida al Kremlin esta misma semana por un grupo de notables comunistas, es que Putin detenga ya 'las reformas de la muerte'.

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