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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

LA PASIÓN Y EL NERVIO DE LÓPEZ COBOS LLENAN DE VIDA EL 'RIGOLETTO' DE VERDI

La Quincena donostiarra programa la histórica versión de Jonathan Miller con jóvenes voces

En la ecléctica programación de la Quincena Musical donostiarra, la ópera tiene un lugar de privilegio. Las entradas se agotan en un abrir y cerrar de ojos para todas las representaciones, fundamentalmente porque la clientela de la Quincena, mayoritariamente local, tiene confianza plena en los criterios que animan la manera de abordar el género lírico por el equipo artístico del festival.

Estos criterios son de una sencillez meridiana: se trata de ofrecer una producción escénica sólida, con un punto de fantasía, pero sin sobrepasar en ningún momento lo culturalmente correcto; se selecciona un director de orquesta que galvanice a la Sinfónica de Euskadi y se perfila un elenco de cantantes preferentemente jóvenes (si son de la tierra, mejor todavía). Así, con este modelo, consiguieron en 1996 un Elixir de amor que se ha convertido en un símbolo de la vida operística española en la pasada década. Cantaban María Bayo, Carlos Álvarez (cuando aún no estaban en el estrellato internacional; entre función y función dieron juntos un recital en Cestona para la historia), Chausson y Bros; dirigía Stefano Ranzani y la puesta en escena estaba ambientada por Mario Gas en la posguerra, lo que confería a la trama argumental un halo de ternura de la supervivencia, no exenta de melancolía y humanidad.

Cinco años después, coincidiendo con la primera representación operística escenificada de la Quincena en el Kursaal, se repite con Rigoletto este milagro artístico de las cosas bien planteadas y mejor resueltas. De nuevo se apuesta por voces jóvenes -Aquiles Machado, María José Moreno, Alessandru Agache, Ixtaro Mentxaka, Arutjun Kotchinian...- que aportan, además de buen canto, frescura y entrega; se confía la orquesta a un director, Jesús López Cobos, que cada día transmite más ilusión desde la experiencia, y se recupera para la escena el histórico montaje de 1982 de la English National Opera de Jonathan Miller, situado en los ambientes mafiosos de Nueva York de los cincuenta, un montaje que figura ya en todos los libros de texto.

Uno ve y escucha la conjunción de los diferentes apartados musicales y teatrales y se siente transportado a un teatro estable de solera. Lo que en la Quincena de San Sebastián es excepcional (una ópera al año, no lo olvidemos), en otros lugares sería cotidiano (hay temporadas en que no se consigue una representación de ópera tan redonda). La Quincena convierte así la excepción en regla, y ello, claro, da un prestigio inmenso a su equipo artístico.

Rigoletto es una ópera perfecta en sus proporciones, equilibrio e inspiración musical y dramática. Y, como toda ópera perfecta, no es nada fácil de resolver. En esta ocasión todo funcionó satisfactoriamente. Primero, por un reparto vocal en que los personajes están magníficamente caracterizados y cuyo nivel de canto es, en conjunto, más que notable. En algunos casos, como en el de la soprano María José Moreno, sobresaliente, por una línea de canto inmaculada y aparentemente fácil. Aquiles Machado es, además de un tenor de calidad, impulsivo y con carácter, un excelente actor. Lo único que necesita es un director teatral competente. ¿Que es gordo y bajo? Bueno, ¿y qué? También es voluminosa Montserrat Caballé y consiguió interpretaciones teatrales memorables de la mano de Ronconi, Wilson o José Luis Alonso. Agache es un Rigoletto en el que se perfilan muy bien las contradicciones del personaje. La voz, a veces un punto oscura, no impide una definición vocal precisa y una caracterización teatral de gran credibilidad. Itxaro Mentxaka está imponente como Maddalena, A. Kotchinian extrae de Sparafucile sus acentos más inquietantes y, en fin, Ainhoa Zubillaga, el resto del reparto y el coro Easo dan empaque a un reparto globalmente firme.

Les lleva en palmitas López Cobos, con una dirección llena de nervio, de sutileza, de pasión. Tan apasionado estaba el maestro que su batuta salió volando hasta el escenario después del dúo de Rigoletto y Gilda en el primer acto (Rigoletto: ópera de maravillosos dúos, ¿quién se resiste a ellos?). La tensión no se resintió. Además, la Sinfónica de Euskadi estuvo espléndida en la creación de climas, en la continuidad dramática, en los cometidos solistas, en las facetas rítmica y dinámica.

La puesta en escena de Jonathan Miller, llevada en esta ocasión por David Ritch, es una de esas transposiciones ejemplares para enriquecer una historia conocida desde perspectivas más cercanas en el tiempo. La nitidez y eficacia de la narración se percibe, por ejemplo, en el tercer acto, con la resolución espacial del cuarteto y con esa atmósfera sórdida de soledades a lo Hopper en la ambientación del bar y sus oscuras calles cercanas. El duque de Mantua es, simplemente, el Duque (en el argot mafioso) y la moneda original se convierte en dólares. Cambios mínimos para el alcance dramatúrgico. La tragedia de Giuseppe Verdi y el libretista Francesco Maria Piave, inspirada en El rey se divierte, de Víctor Hugo, adquiere curiosamente, con esta localización temporal, una cierta atemporalidad, un tono paradójicamente shakesperiano.

La primera aventura escénica de la Quincena en el Kursaal se ha saldado con un espectáculo que conmueve y arrebata, con una representación de ópera de las que satisface a los veteranos y contribuye a crear afición entre los más jóvenes.

Un momento del Rigoletto representado en el Kursaal.
Un momento del Rigoletto representado en el Kursaal.JAVIER HERNÁNDEZ

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