Edimburgo se convierte en capital de la cultura con el mayor festival del mundo
Música, danza, teatro, cine... convocan en la capital escocesa a medio millón de visitantes. Espectáculos como Títeres del pene competirán con óperas de Mozart. Una impecable versión de Los troyanos, de Berlioz, abrió el certamen.
Un año más Edimburgo se convierte en la capital de la cultura. El Festival Internacional -inaugurado el domingo-, con la música, la danza, la ópera y el teatro, se suma al inimitable Fringe para hacer de una de las ciudades más bellas de Europa un hervidero de gentes y de ideas.
Este año el Fringe (el festival alternativo) reunirá a 666 compañías que, con un total de 10.000 intérpretes, ofrecerán, hasta finales de agosto, 1.462 espectáculos en doscientos escenarios distintos, desde teatros convencionales hasta pubs ilustrados. Por eso es el mayor festival del mundo, por eso hace que la población de la ciudad se doble hasta alcanzar el millón de habitantes y que ésta reciba unos beneficios de 42 millones de libras esterlinas -unos 10.000 millones de pesetas-. Todos miran a Edimburgo. Y no sólo al arte. Se trata también de comer lo mejor posible, por ejemplo en el maravilloso Fischer, del que se dice que sólo con una bola de cristal puede encontrarse mesa libre, y que ha abierto sucursal en el centro. O en el sofisticado rogue, así, con minúscula. Y si no, siempre nos quedará el pub. Por cierto: una de las cervezas más populares de la zona, la Belhaven -casa fundada en 1717-, piensa cruzar la imaginaria frontera con el resto de Gran Bretaña y expandir su red de public houses, como se decía antes. Qué mejor momento para iniciar el ataque que éste en que todos los ojos se vuelven hacia el Norte.
Tampoco falta el escándalo. Si el año pasado llegó de la mano del puro arte con la reacción, entre ignorante e hipócrita, al montaje que de las Comedias bárbaras de Valle Inclán presentó Calixto Bieito -y que hacía pensar en que le costaría la cabeza al director del Festival Internacional, Brian McMaster-, esta vez ha sido el boicoteo anunciado por un grupo de estrellas al Perrier Award, el premio que distingue al mejor actor del Fringe. Encabezados por Emma Thompson y Victoria Wood, unos cuantos actores y actrices han pedido al posible ganador que renuncie al galardón como protesta contra la campaña de Nestlé -propietaria del agua mineral Perrier- de promover la leche en polvo en los países en desarrollo como alternativa a la leche materna. La multinacional, por boca de un portavoz, ha respondido que son cosas del pasado y que ha rectificado su estrategia.
Poco afectará la cuestión a las pequeñas compañías, a las que deban pagar por participar en el Fringe, alojarse en una ciudad que dispara sus precios en agosto y comer todos los días. Sólo el 40% de lo que recauden en taquilla será para ellos y el resto habrán de repartirlo con los otros grupos que actúen en el mismo local. Para los extranjeros eso significa pagar la aventura con la ruina, cosa que no le sucederá a José Sanchis Sinisterra, cuyo ¡Ay, Carmela!, que se ofrece en el prestigioso Traversee, es definido como spanish classic. Los nacionales no lo tienen mejor. Sólo los ya conocidos, los Johnny Vegas, Rich Hall, Daniel Kitson o Scott Capurro, los que actúan en el Assembly Rooms, el Gilded Balloon, o el Pleasance, tal vez los que presentan espectáculos con títulos tan sugerentes como Títeres del pene o Ventriloquía vaginal gozarán de una reseña en los periódicos. Pero muchos volverán a intentarlo un año y otro, cada vez un poco más viejos y con menos esperanzas.
Ir del Fringe al Festival Internacional, abierto con la primera parte de Los Troyanos de Berlioz, puede ser como una genuina ducha escocesa. La ópera, en versión de concierto en muchas ocasiones, se lleva este año la parte del león. Y de ella, Mozart campeará sobre los escenarios con un Idomeneo dirigido por Mackerras, el Così fan tutte de András Schiff -con Isabel Rey como Despina- y La flauta mágica ya vista en Aix-en-Provence. Luego vendrán Armida, de Rossini, dirigida por Carlo Rizzi, y Zoroastre, de Rameau, por William Christie. Parthenogenesis, del escocés James MacMillan, demostrará si se está quedando un poco atrás o no el que fuera gran promesa de la música británica. Ricardo i Elena, de Carles Santos, ha merecido tratamiento especial en el programa editado por la organización, donde se dice que su obra abraza las de Stockhausen y John Cage. Seguirán Tres hermanas, de Peter Eötvös, La valquiria, de Wagner, en la segunda entrega de El anillo, iniciado el año pasado, El castillo de Barbazul, de Bartók, dirigido por Pierre Boulez, y para cerrar la oferta operística, San Francisco de Asís, de Messiaen, por el experto Reinbert de Leeuw.
El ballet tendrá su punto fuerte en PASTforward, una idea de Mijaíl Barishnikov, y en el gran clásico de nuestros días, el fabuloso New York City Ballet, que vuelve al festival tras el éxito del año pasado, pero esta vez sin una sola coreografía del gran George Balanchine, que le hizo ser lo que es.
La música sinfónica presenta orquestas como la Philharmonia -con András Schiff-, la City of Birmingham y su rutilante nuevo titular, el finlandés Sakari Oramo, la Nacional Rusa con Berglund, la Joven Orquesta Gustav Mahler con Ivan Fischer, la Sinfónica de Boston con Haitink y la Filarmónica de San Petersburgo con Temirkanov. En los recitales y en la música de cámara se anuncian cantantes como Jonas Kaufman, Petra Lang, Dorotea Röschmann o Hillevi Martinpelto, y pianistas como Christian Zacharias y Gianluca Cascioli, el clavecinista Gustav Leonhardt, el violonchelista Pieter Wispelwey, los cuartetos Zehetmair y Mosaiques...
Hay todavía más cosas. El festival de cine, por ejemplo. O el del libro, donde quien quiera escuchar a sus autores favoritos habrá de pagar entre cinco y ocho libras, y a fe que se agotará el billetaje. No conviene perderse un par de exposiciones estupendas. Con Las mujeres de Rembrandt, la National Gallery of Scotland hace lo que puede por ponerse a la altura de su homónima londinense, y la muestra dedicada a Vermeer y la escuela de Delft, en la que, por cierto, las larguísimas colas van menguando poco a poco. La Dean Gallery abre sus salas a esa figura decisiva que fue Roland Penrose. Y, naturalmente, la calle, cualquier esquina. Ayer, en Cockburn Street, una jovencita se atrevía con el Di tanti palpiti, de Tancredi, y se sacaba unas cuantas libras bajo la lluvia mientras, un poco más allá, la multitud esperaba para entrar en el Tatoo, con sus desfiles y sus fuegos artificiales. Eso también es Edimburgo.Un año más Edimburgo se convierte en la capital de la cultura. El Festival Internacional -inaugurado el domingo-, con la música, la danza, la ópera y el teatro, se suma al inimitable Fringe para hacer de una de las ciudades más bellas de Europa un hervidero de gentes y de ideas.
Este año el Fringe (el festival alternativo) reunirá a 666 compañías que, con un total de 10.000 intérpretes, ofrecerán, hasta finales de agosto, 1.462 espectáculos en doscientos escenarios distintos, desde teatros convencionales hasta pubs ilustrados. Por eso es el mayor festival del mundo, por eso hace que la población de la ciudad se doble hasta alcanzar el millón de habitantes y que ésta reciba unos beneficios de 42 millones de libras esterlinas -unos 10.000 millones de pesetas-. Todos miran a Edimburgo. Y no sólo al arte. Se trata también de comer lo mejor posible, por ejemplo en el maravilloso Fischer, del que se dice que sólo con una bola de cristal puede encontrarse mesa libre, y que ha abierto sucursal en el centro. O en el sofisticado rogue, así, con minúscula. Y si no, siempre nos quedará el pub. Por cierto: una de las cervezas más populares de la zona, la Belhaven -casa fundada en 1717-, piensa cruzar la imaginaria frontera con el resto de Gran Bretaña y expandir su red de public houses, como se decía antes. Qué mejor momento para iniciar el ataque que éste en que todos los ojos se vuelven hacia el Norte.
Tampoco falta el escándalo. Si el año pasado llegó de la mano del puro arte con la reacción, entre ignorante e hipócrita, al montaje que de las Comedias bárbaras de Valle Inclán presentó Calixto Bieito -y que hacía pensar en que le costaría la cabeza al director del Festival Internacional, Brian McMaster-, esta vez ha sido el boicoteo anunciado por un grupo de estrellas al Perrier Award, el premio que distingue al mejor actor del Fringe. Encabezados por Emma Thompson y Victoria Wood, unos cuantos actores y actrices han pedido al posible ganador que renuncie al galardón como protesta contra la campaña de Nestlé -propietaria del agua mineral Perrier- de promover la leche en polvo en los países en desarrollo como alternativa a la leche materna. La multinacional, por boca de un portavoz, ha respondido que son cosas del pasado y que ha rectificado su estrategia.
Poco afectará la cuestión a las pequeñas compañías, a las que deban pagar por participar en el Fringe, alojarse en una ciudad que dispara sus precios en agosto y comer todos los días. Sólo el 40% de lo que recauden en taquilla será para ellos y el resto habrán de repartirlo con los otros grupos que actúen en el mismo local. Para los extranjeros eso significa pagar la aventura con la ruina, cosa que no le sucederá a José Sanchis Sinisterra, cuyo ¡Ay, Carmela!, que se ofrece en el prestigioso Traversee, es definido como spanish classic. Los nacionales no lo tienen mejor. Sólo los ya conocidos, los Johnny Vegas, Rich Hall, Daniel Kitson o Scott Capurro, los que actúan en el Assembly Rooms, el Gilded Balloon, o el Pleasance, tal vez los que presentan espectáculos con títulos tan sugerentes como Títeres del pene o Ventriloquía vaginal gozarán de una reseña en los periódicos. Pero muchos volverán a intentarlo un año y otro, cada vez un poco más viejos y con menos esperanzas.
Ir del Fringe al Festival Internacional, abierto con la primera parte de Los Troyanos de Berlioz, puede ser como una genuina ducha escocesa. La ópera, en versión de concierto en muchas ocasiones, se lleva este año la parte del león. Y de ella, Mozart campeará sobre los escenarios con un Idomeneo dirigido por Mackerras, el Così fan tutte de András Schiff -con Isabel Rey como Despina- y La flauta mágica ya vista en Aix-en-Provence. Luego vendrán Armida, de Rossini, dirigida por Carlo Rizzi, y Zoroastre, de Rameau, por William Christie. Parthenogenesis, del escocés James MacMillan, demostrará si se está quedando un poco atrás o no el que fuera gran promesa de la música británica. Ricardo i Elena, de Carles Santos, ha merecido tratamiento especial en el programa editado por la organización, donde se dice que su obra abraza las de Stockhausen y John Cage. Seguirán Tres hermanas, de Peter Eötvös, La valquiria, de Wagner, en la segunda entrega de El anillo, iniciado el año pasado, El castillo de Barbazul, de Bartók, dirigido por Pierre Boulez, y para cerrar la oferta operística, San Francisco de Asís, de Messiaen, por el experto Reinbert de Leeuw.
El ballet tendrá su punto fuerte en PASTforward, una idea de Mijaíl Barishnikov, y en el gran clásico de nuestros días, el fabuloso New York City Ballet, que vuelve al festival tras el éxito del año pasado, pero esta vez sin una sola coreografía del gran George Balanchine, que le hizo ser lo que es.
La música sinfónica presenta orquestas como la Philharmonia -con András Schiff-, la City of Birmingham y su rutilante nuevo titular, el finlandés Sakari Oramo, la Nacional Rusa con Berglund, la Joven Orquesta Gustav Mahler con Ivan Fischer, la Sinfónica de Boston con Haitink y la Filarmónica de San Petersburgo con Temirkanov. En los recitales y en la música de cámara se anuncian cantantes como Jonas Kaufman, Petra Lang, Dorotea Röschmann o Hillevi Martinpelto, y pianistas como Christian Zacharias y Gianluca Cascioli, el clavecinista Gustav Leonhardt, el violonchelista Pieter Wispelwey, los cuartetos Zehetmair y Mosaiques...
Hay todavía más cosas. El festival de cine, por ejemplo. O el del libro, donde quien quiera escuchar a sus autores favoritos habrá de pagar entre cinco y ocho libras, y a fe que se agotará el billetaje. No conviene perderse un par de exposiciones estupendas. Con Las mujeres de Rembrandt, la National Gallery of Scotland hace lo que puede por ponerse a la altura de su homónima londinense, y la muestra dedicada a Vermeer y la escuela de Delft, en la que, por cierto, las larguísimas colas van menguando poco a poco. La Dean Gallery abre sus salas a esa figura decisiva que fue Roland Penrose. Y, naturalmente, la calle, cualquier esquina. Ayer, en Cockburn Street, una jovencita se atrevía con el Di tanti palpiti, de Tancredi, y se sacaba unas cuantas libras bajo la lluvia mientras, un poco más allá, la multitud esperaba para entrar en el Tatoo, con sus desfiles y sus fuegos artificiales. Eso también es Edimburgo.
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