A pesar de la ira
Cuando estuve en el Cuzco, hace ya largos años, alguien me dijo que el nombre de la ciudad significa 'ombligo' en la lengua quechua. El nombre me pareció bien puesto y lleno de sentido. Para sus habitantes, el Cuzco era el centro de América y, por lo tanto, el ombligo del universo conocido por ellos. Después, con la llegada de los españoles, supieron que el mundo era más grande de lo que suponían, y en alguna medida, más cruel y más ajeno. Pero los españoles, a pesar de todo, a pesar de la rusticidad y la brutalidad de los Pizarro y de sus amigos, trajeron la matemática, la ciencia de la época, el idioma. Es lo que contó y cantó Pablo Neruda en un notable poema escondido entre los centenares de páginas de Canto general, un poema cuyo título ya lo dice todo: 'A pesar de la ira'.
He pensado en estas cosas, he recordado mi viaje al Cuzco y a las ruinas de Machu Picchu, al escuchar las noticias de la transmisión del mando en el Perú y al saber que Alejandro Toledo, en compañía de Ricardo Lagos y de otros personajes de la llamada América Latina, subió a la ciudad sagrada e invocó a los dioses precolombinos. En una de las fotografías pude advertir que lo hacía ceñido con la banda presidencial, símbolo del poder republicano, pero aferrado a un bastón de mando de los incas, y después supe que su mujer, de origen belga, dijo en quechua que estaban trayendo el tiempo de Pachacútec a la modernidad. Pachacútec fue algo así como un Alejandro de los incas, un caudillo que extendió las fronteras del Imperio hacia los cuatro puntos cardinales. En el Chile anterior a Diego de Almagro y Pedro de Valdivia, un territorio que probablemente no llevaba todavía este nombre, los invasores del norte fueron detenidos en el río Maule por los mapuches, los soldados más aguerridos y mejor organizados de la América anterior a los españoles, los mismos que más tarde infligieron numerosas derrotas a las huestes de Valdivia y de Hurtado de Mendoza.
El intento de alcanzar una síntesis de la modernidad con la tradición indígena parece una pura cuestión retórica, sobre todo mirado desde mundos externos, pero estoy convencido de que va más allá de eso. Tiene un contenido político importante, nuevo, en alguna medida fascinante, y a mí me lleva a sentirme optimista con respecto al Perú que viene. Las generaciones anteriores a la mía, en toda la América española y portuguesa, propusieron versiones excluyentes, dogmáticas, de lo que se llamaba indigenismo. En mis tiempos de formación teníamos un paisaje intelectual dominado por el muralismo mexicano, por la novela regionalista, por las teoría del APRA y de Víctor Raúl Haya de la Torre, por algo que podríamos definir como fanatismo de la identidad. Fidel Castro y el Che Guevara asumieron estas posiciones y defendieron una especie de nacionalismo continental revolucionario. De una concepción así nacieron numerosos movimientos guerrilleros y la idea, sin duda tétrica, además de disparatada, de que había que crear muchos Vietnam en América Latina. El indigenismo se respiraba en el aire y era uno de los factores que impedía hacer una verdadera crítica del castrismo. Lo único sensato, sin embargo, era buscar alguna forma de síntesis de la modernidad y de la tradición. A pesar de la ira, como decía Neruda. Se intentaba, en cambio, construir una política basada, justamente, en la ira irreflexiva, en el odio, y esto no llevaba a ninguna parte.
En los años cincuenta, el indigenismo, como digo, formaba parte del horizonte mental de todos nosotros, nos gustara o no nos gustara. Estaba, curiosa y paradójicamente, reforzado por la filosofía marxista, por lo menos en la versión simplificada y bárbara de José Stalin. Ser comunista y antiyanqui, en plena Guerra Fría, era una buena manera de practicar una suerte de nacionalismo latinoamericano. Uno encontraba estos ingredientes en la pintura de David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, José Clemente Orozco y Cándido Portinari; en las novelas de Graciliano Ramos, Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias. Por lo demás, descubríamos la América indígena a cada rato, a pesar de que había sido descubierta y redescubierta hacía mucho tiempo. Cuando llegué a Lima como diplomático chileno a comienzos de 1970, José María Arguedas, el gran novelista de Los ríos profundos, me llevó un día domingo a un enorme galpón donde se celebraba una fiesta indígena. Conocí los bailes rituales con tijeras, escuché música de la sierra interpretada con los instrumentos más exóticos, asistí a un espectáculo prolongado y siempre renovado de danzas, de canciones, de colores deslumbrantes. '¡El Perú es el país más interesante de la Tierra!', exclamó de repente José María, en un rapto de entusiasmo, y yo pensé que en algún sentido tenía toda la razón. Frente a ese despliegue, a esa variedad que parecía infinita, a esa fiesta, nosotros resultábamos grises, tristones, opacos. Acabo de leer ahora un ensayo notable de Pedro Lastra, poeta y crítico chileno residente en los Estados Unidos: 'Imágenes de José María Arguedas'. El texto de Lastra me convence de que Arguedas, en su persona y en su obra, era una síntesis extraordinaria del ancestro hispánico y de la cultura indígena. Es posible que él mismo no haya entendido a fondo esa dualidad, no haya sabido asimilarla, y que ese conflicto lo haya llevado a la más profunda depresión y al suicidio. Parece que a Lastra le habló muchas veces, de un modo un tanto obsesivo y premonitorio, de los 'relatos de suicidas', un género que por lo visto florecía en las regiones suyas. El, al suicidarse, dejó una nota que pedía: 'Y no me olviden; recuérdenme con alegría. Fui feliz'.
No hemos resuelto el tema hasta el día de hoy y nadie sabe si lo vamos a resolver. El encuentro de lo viejo y de lo nuevo, de la modernidad global y de las identidades indígenas, es un nudo endiabladamente complejo. El problema es que nosotros, aquí en América, incluso en los países aparentemente más 'europeos', estamos obligados a resolverlo. En Chile tendemos a sentirnos blancos puros y de repente, desde Temuco, desde la Araucanía profunda, nos tiran las orejas. Si nos descuidamos, podemos encontrarnos con una guerra civil larvada. Somos blancos hasta que aparece a la vuelta de la esquina, con toda su indumentaria, con su chivateo, el indio, el mulato, el negro. Pienso que salimos del indigenismo agresivo, primario, dogmático, de los años treinta y cuarenta, que nos dejó sus imágenes, sus murales, sus poemas, y que deberíamos llegar a una síntesis más segura, más abierta. Borges dijo alguna vez que ahora los europeos somos nosotros. Lo dijo a propósito de la amnesia cultural y de la superficialidad que solemos encontrar en la vieja Europa. Pero la declaración de Borges se pasaba de optimista. El problema de América Latina es un problema de fondo de nuestra historia y de nuestra cultura. Tenemos que conseguir acuerdos con la Unión Europea, con Canadá y los Estados Unidos, con los países asiáticos, pero tenemos, por encima de todo, que ponernos de acuerdo con nosotros mismos. En aquellos años de mi estada como diplomático en Lima hubo un terremoto mortífero en el norte del Perú, en Yungay y en el Callejón de Huaylas. Estábamos en un periodo de serias dificultades en nuestras relaciones, de anuncios de guerra, y el Gobierno de Eduardo Frei Montalva resolvió enviar una ayuda excepcional a los damnificados peruanos. Un hospital militar chileno se instaló con medios muy modernos, con sorprendente eficiencia, en las cercanías de Casma, una ciudad de la costa. Partí de visita a Casma con el agregado militar y con otras personas de la Embajada en Lima. Nos encontramos con un movimiento intenso de helicópteros que volaban desde los valles cordilleranos afectados hasta el hospital. Era un espectáculo dantesco, de gente malherida, aplastada, moribunda. Pues bien, tuvimos que comprobar que habíamos pensado en todo menos en un elemento esencial: en la necesidad de que el hospital contara con un intérprete de la lengua quechua. Llegaban los indios despedazados, lívidos, arrebujados en sus mantas, y no podían entender ni contestar las preguntas de los médicos. Nosotros no sabíamos que Perú era una diversidad de naciones mal integradas, y parecía que los peruanos de Casma tampoco lo sabían.
Desde luego, las diferencias raciales y regionales también son un drama europeo y de muchas otras regiones, pero en América alcanzan dimensiones abismales. Es necesario haber vivido la experiencia para comprenderla en toda su magnitud. Mis amigos Álvaro Vargas Llosa y Jaime Bayly me han convencido de que Alejandro Toledo tiene una serie de pecados veniales en la conciencia. Lo que ocurre, sin embargo, es que la política, en todas partes, y no digamos en el mundo nuestro, es el territorio de los pecados mortales, de grueso calibre. Es, además, un terreno de sorpresas y de soluciones inesperadas, que hay que considerar sin prejuicios de ningún orden. Todo simplismo, toda aceptación de lugares comunes, conduce en política a resultados desastrosos. El Perú tocó fondo con el régimen de Fujimori y no es imposible que ahora encuentre una salida. Yo espero con los dedos cruzados y con buen ánimo. Me parece una gran noticia que el presidente chileno haya podido estar en Machu Picchu, en la ciudad de los muertos cantada por Neruda, junto al del Perú, un fenómeno que no ocurría y que no podía ocurrir hasta más de un siglo después de la guerra de 1879. Si existe el progreso en la historia, estaríamos frente a un progreso en la historia nuestra. No es poca cosa. Y tampoco está mal que podamos recordar en estos días a José María Arguedas.
Jorge Edwards es escritor chileno
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