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Columna
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Ladrones

Las linternas de los ladrones saben exactamente lo que buscan. Son las monjas de la oscuridad, no quieren distraerse con ninguna tentación sobre las paredes o los muebles de la casa. A un ladrón profesional le angustian las sorpresas, se siente humillado, herido en su honor, ridículo, como puede sentirse un meteorólogo ante un diluvio imprevisto o un cantante de tango ante las infidelidades reales de su mujer. Por eso las linternas de los ladrones dudan poco, quieren dar la sensación de que dibujan en la oscuridad, con lentitud metódica, sin hacer ruidos, el plano de un golpe científicamente preparado. Esta luz nocturna y delictiva nunca descubre nada, se limita a reconocer, a dar testimonio de que cada cosa está en su sitio. Una linterna profesional es un bisturí que sobrevuela las esquinas, las puertas, los cuadros, las fotografías, las bandejas, los cajones y la respiración de las casas, en busca del punto exacto en el que debe producirse el corte. Si hay dudas, si la linterna va y viene como los ojos de un turista por las vitrinas de un museo, si la luz tiembla en las manos o en la avaricia del ladrón sorprendido, un escalofrío de vergüenza se apodera de los guantes, el saco, el antifaz, y la ropa negra, esos detalles imprescindibles para que el silencio y la noche se den cuenta de que no tratan con un insomne o un borracho inoportuno, sino con un compañero de trabajo.

El señor X y el señor XX son dos profesionales, sus linternas jamás dudaron, y en su experimentada carrera de ladrones han tenido diez hijos, han escrito cien libros y han plantado mil árboles sin perder los nervios. Nunca se dejar sorprender por la tentación, ni por la policía. Pero en una noche puede perderse la fortuna acumulada a lo largo de toda una vida de ahorro y disciplina, porque hay fuerzas más poderosas que cualquier premeditación y espectáculos irresistibles para cualquier alevosía, aunque entren en alarma roja las defensas del instinto profesional. Poco después de que la ventana cediese, cuando las zapatillas se estaban acomodando todavía al sigilo de la mansión, las linternas del señor X y del señor XX empezaron a temblar sobre el paisaje dormido de las habitaciones. Las luces asépticas intentaron recordar su camino, pero fue un duelo breve, una batalla perdida y ridícula frente a la tentación más sobrecogedora. No se puede entrar impunemente en la orgía de los propios sueños con el alma helada de los observadores. Tras unos segundos de vergüenza, laslinternas se arrancaron sus hábitos de monja o sus batas de quirófano, y se abandonaron al abismo insondable de aquellos cuadros, aquellas platas, aquellas esculturas, aquellos signos hirientes del lujo y del verdadero éxito profesional. Dieron muchas vueltas por las paredes y por los muebles, antes de volver a saltar por la ventana sin llevarse nada en el saco.

No conviene robarle a los maestros, a los compañeros de trabajo que provocan una admiración íntima. Es mejor aprender sus lecciones y sus métodos. El señor X y el señor XX, orgullosos, humillados, sorprendidos, arrojaron las linternas al río, dispuestos a imponer reajustes en su sentido de la profesionalidad.

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