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Reportaje:VIAJES

LA BELLA JAMILA DE LA MANCHA

Los últimos versos de Quevedo. Y una oferta gastronómica que sirve de contrapunto a su pasado monumental. Parada y fonda en Villanueva de los Infantes, Ciudad Real.

Villanueva de los Infantes (Ciudad Real) es toda una sorpresa para el viajero, una hermosa ciudad secreta -como tantas otras villas de la provincia manchega- donde el arte ha dado cuerpo a la piedra arenisca dorada de sus muchas casas solariegas, se ha encarnado en la perfecta simetría y pulcritud de sus calles y plazas, y ha escrito poemas como aquel soneto de un Quevedo moribundo en el convento de los Dominicos: 'Ya formidable y espantoso suena / dentro del corazón el postrer día: / y la última hora, negra y fría, / se acerca, de temor y sombras llena...'.

En Infantes murió un achacoso, señoril y estrafalario don Francisco de Quevedo, el 8 de septiembre de 1645. Allí fue enterrado, en la capilla de los Bustos de la iglesia de San Andrés, aunque -avatares de los tiempos, intrigas eclesiásticas y juegos de poder y dinero por medio- sus restos acabaron en un osario común, mezclados con otro montón de huesos polvorientos. Y después nadie supo distinguir el polvo enamorado de don Francisco del herrumbroso polvo que otros cadáveres anónimos dejaron en la tumba colectiva.

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La celda en la que el escritor pasó sus últimos días puede ser visitada en Santo Domingo, un convento del siglo XVI reconvertido hoy en hospedería. Cuando se traspasa la puerta de la estancia -siempre abierta de par en par-, una puede imaginarse a don Francisco garabateando sus versos sentado detrás del escritorio de pino de la antecámara. El cabello largo y desgreñado, los anteojos resbalando por el puente sudoroso de la nariz aguileña, la perilla canosa y enredada. Pequeño, feúcho, tembloroso a causa de la enfermedad. Oliendo a la muerte como un animal herido, y todavía con la fuerza y la dignidad precisas para retarla en un soneto: 'Hálleme agradecido, no asustado...'.

La misma nobleza que yo imagino en un Quevedo agonizante, la posee el pueblo donde tanto vivió y luego vino a morir. Y sus gentes. Por eso Infantes es como de otra época. Armonioso y apacible, elegante y literario. Y por encima de todo, hermoso.

Poblado en la edad del cobre, en la del bronce, y en tiempos del Imperio Romano, fue destruido tras la invasión árabe y reconstruido por familias judías que le dieron el nombre de Jamila (Graciosa). Alfonso VIII de Castilla se la ganó a los almohades. En el siglo XIII fue poblada por los caballeros de la Orden de Santiago, y en el XIV, los infantes de Aragón (Enrique, Alonso, Juan y Pedro) la hicieron villa independiente. De ellos tomó su nombre.

Ya en el siglo XVI, la ciudad floreció y se llenó de hidalgos y nobles rurales que levantaron las casas solariegas que hoy todavía enriquecen con su lustre arquitectónico, y sus más de doscientos escudos nobiliarios, el casco urbano. Una de las más significativas es la de mi amigo y anfitrión Joaquín Fernández de Silva: el palacio de los Melgarejo, entre las calles Cervantes y Jacinto Benavente, con su pórtico neoclásico y un precioso y extraño patio interior de resonancias italianas, incluso orientales. Muy cerca está la Casa del Caballero del Verde Gabán, en la que el Quijote impartía lecciones magistrales de caballería, según relata Cervantes en la segunda parte de las aventuras de don Alonso Quijano. Y la Casa Cuartel de los Caballeros de Santiago, además de la del marqués de Camacho, con su torre sobre pilastrillas toscanas. Los propietarios no suelen tener inconveniente en mostrarle al viajero el interior de sus casas.

Los dueños del palacio de Rebuelta, encantadores y hospitalarios, también me enseñan orgullosos su patio -fresco y reconfortante en medio del bochorno de la tarde de verano-, las delicadas filigranas en la madera de las puertas interiores de la casa, y la capilla familiar, adornada incluso con alguna tabla flamenca.

Y ya que hablamos de patios, el de la Casa de los Estudios, que fuera colegio menor y en el que se dice que pudo haber dado alguna clase Quevedo, es una preciosidad pequeña y recoleta, inesperada. Entrar en él es sumirse en un espacio de luz monacal, un blanco purísimo que rebota contra los arcos que sostienen la balaustrada de madera.

En Infantes hay que pasear sin prisas por la plaza Mayor, renacentista y neoclásica, demorar el paso bajo su arcada, y asomarse a la iglesia de San Andrés aunque sólo sea para acariciar amorosamente con la mano, dibujando el contorno con los dedos, los diminutos ángeles, las sirenas y arpías de piedra tallada de su púlpito plateresco.

Hay que probar el buen queso artesano del Teatino o de Mingolucas, comer lomo de orza, ajo pringue, tiznao o caldereta de cordero. Beber vinos de San Fernando. Y catar los dulces tradicionales: alfonsinos, enaceitaos, coquitos, naranjos...

En verano se puede disfrutar la oferta cultural de la localidad: los típicos cursos universitarios y, sobre todo, unas jornadas literarias que, año tras año, gracias al esfuerzo desinteresado de un puñado de personas, van consolidando su importancia.

Para los que prefieren otro tipo de diversión, desde el 25 al 30 de agosto, Infantes celebra sus fiestas patronales, la población se multiplica como por ensalmo y este pueblo plácido, de ritmos pausados, se entrega gozosamente a su jolgorio anual.

Arte, gastronomía, cultura, naturaleza..., todo eso y más puede encontrar el viajero en Infantes, otro lugar -por lo general ignorado- de La Mancha. La bella Jamila. Una joya poco conocida que conquista de forma inmediata el corazón del recién llegado.

Conozco a un reputado escritor que un día me dijo que La Mancha era un corral de cabras que ni siquiera existiría si no fuera porque pasa el AVE. La verdad es que, aunque somos la primera reserva cinegética de España, no vemos muchas cabras por aquí, excepto cuando se acerca de visita algún ilustre como este al que hago alusión y de cuyo nombre no quiero acordarme.

No, lo que yo creo es que La Mancha es un espacio mítico, rebosante de historia y de literatura, habitado por gente de bien, y acogedor como pocos con el forastero. Vengan a verlo. Ahí está Infantes para dar muestra de ello: un buen lugar -no ya para morir, como Quevedo- para pasear y, sobre todo, para vivir.

Ángela Vallvey es manchega. Autora, entre otros títulos, de la novela A la caza del último hombre salvaje (Emecé,1999) y del libro de poesía Extraños en el paraíso (Biblioteca Nueva, 2001).

Don Quijote y El Buscón

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