Detener la sangre
Medio siglo de enquistado conflicto debería haber enseñado a israelíes y palestinos el enorme poder de convocatoria de la sangre derramada. Con su imparable escalada de asesinatos, actos terroristas y represalias militares, cada uno en la medida de sus posibilidades y en un círculo vicioso que no deja de ampliarse, los dos bandos están experimentando con la posibilidad cada vez más cercana de un conflicto general a gran escala, y cuyas consecuencias serían inevitablemente desastrosas para dos pueblos que, para mayor sarcasmo, están técnicamente en una especie de tregua apalabrada en junio con un mediador estadounidense.
El atroz atentado suicida de ayer en Jerusalén muestra, además de la crueldad de cualquier acción indiscriminada de este tipo, el fracaso de los métodos de Ariel Sharon. El primer ministro israelí, llegado al poder con el leit motiv de garantizar la seguridad de sus conciudadanos, ha construido una política de asesinatos selectivos y represalias fulminantes -a la que llama 'de contención'- de resultados desastrosos. El viejo halcón que Sharon es debería saber que la técnica y los medios militares más afinados no pueden cerrar todos los resquicios a la venganza de los desesperados. El exterminio preventivo de supuestos o reales terroristas iniciado por el Gobierno hebreo -en las últimas semanas más de 40 palestinos han sido víctimas de esta política- , unido a desproporcionadas represalias militares y económicas sobre todo un pueblo, ha desatado una descontrolada dinámica de venganzas. La matanza de inocentes de Jerusalén puede ser la fanática retribución por cualquiera de las anteriores israelíes.
Sharon ignora deliberadamente que negociar exige más coraje que enviar los blindados contra poblaciones indefensas. Y ha hecho del cese total de las hostilidades por parte palestina una imposible precondición para cualquier contacto con Arafat. En las circunstancias presentes, la insistencia israelí en que el líder palestino detenga a los más sanguinarios de su campo parece una utopía. Ni aunque lo quisiera podría éste arrestar a militantes de organizaciones que prácticamente no le reconocen, mientras Israel liquida con misiles a sus policías o a los dirigentes de Al Fatah; o estrangula económicamente a tres millones de palestinos, hasta el punto de que Simón Peres, el ministro laborista israelí, se ve forzado a advertir que 'si Israel no mejora las condiciones de vida en Cisjordania y Gaza, el problema nos estallará en la cara'. En el dramático escenario actual, el poder de facciones locales sin control crece tan rápidamente en el bando palestino como disminuye el dominio del debilitado Arafat sobre el conjunto.
De entre los muchos fuegos por apagar en el mundo, el palestino-israelí es, por sus implicaciones, absolutamente prioritario. Sin embargo, ante la aparente indiferencia internacional, la diplomacia está naufragando en el escenario de Oriente Próximo, engullida por un afán incontrolable de revancha. Para Estados Unidos, que en el dibujo de su nueva política exterior asiste al crescendo en un limbo de lamentaciones, ha llegado el momento de asumir su liderazgo. Washington, como aliado incondicional de Israel y sola superpotencia, es el único poder capaz de influenciar sensiblemente el rumbo de los acontecimientos. Su ministro de Exteriores firmó en Génova con otros países occidentales una propuesta para enviar a la zona observadores internacionales, algo pedido reiteradamente por Arafat y rechazado por Sharon. En su caída libre actual, la crisis palestino-israelí exige una inmediata iniciativa destinada, antes que a cualquier otra cosa, a apaciguar los ánimos e interponerse entre los contendientes.
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