EL CISNE Y EL SILURO
Un joven biólogo alemán importó en los setenta el pez del Danubio, una criatura fétida y fea
Un día de la primavera de 1974 un joven biólogo alemán, de poco más de 20 años, cruzó la frontera española. Roland Lorkowski llevaba en su equipaje 32 crías de siluro, un pez de agua dulce, muy apreciado por los pescadores de su país. En los trámites de la inspección aduanera el biólogo declaró que las crías iban a servirle para pescar el lucio en la zona del pantano de Mequinenza.
El pantano era, en efecto, su destino. Pero los alevines de siluro no fueron sacrificados. Lorkowski los echó al agua, confiado en sus cálculos. Su conocimiento del equilibrio ecológico de los pantanos de Riba-Roja y Mequinenza le llevaba a pronosticar que en pocos años, y por causas diversas, las dos principales especies depredadoras de los pantanos, el lucio y el black-bass, iban a sufrir una merma considerable. El biólogo sostenía que la principal consecuencia de todo ello sería la proliferación indiscriminada de las carpas. Y la proliferación de carpas, en su extremo final, sólo podía suponer una alteración gravísima del hábitat.
Cinco años después, los pescadores empezaron a sacar siluros en Mequinenza. No sabían lo que sacaban. Alguien más especializado empezó a hablar, como máximo, de que aquel tremendo animal parecía una mutación del pez-gato, achacable, a no dudar, a los estragos del progreso. Pero Lorkowski, veraneante habitual en la zona, diseminaba la nueva de que el pez raro no era otro que el gran siluro del Danubio.
El viajero escucha esta historia en los bares de los pantanos, cayendo la tarde. Es fácil escucharla a cualquier hora y en cualquier lugar. La dificultad máxima está en el apellido del biólogo, pero, por lo demás, todo el mundo la sabe y la repite. El ambiente es formidable. El ánimo y la excitación de los pescadores demuestra -como en medio de la grey filatélica, ajedrecista, de cualquier grey- la importancia de tener algo que hacer en la vida. Los pescadores exhiben, a veces con cierta aparatosidad, todas las nacionalidades de Europa, aunque predominan los alemanes y los ingleses. Dedican al siluro todas las horas de sus vacaciones. En Mequinenza nadie había vuelto a escuchar semejantes risas volcánicas desde los días del Edén, café cantante. Sabe que el ambiente no es el más propicio, pero el viajero ha de cumplir con su obligación.
-¿Lorkowski fue a la cárcel o sólo pagó por ello?
-Nadie lo molestó. Nunca. Ni deben molestarle. Entonces no había ninguna ley que prohibiera hacer lo que hizo. Por lo demás, nunca dirá en público que echó al agua las crías. Lo que hizo entonces ahora es ilegal: nadie puede traficar con especies. Pero ha sido útil.
El viajero se levanta a conocer el siluro. Va con prejuicios. En la carne de los peces de agua dulce sólo ha logrado encontrar grasa y barro. En cuanto a su fisonomía, sólo ve molicie y una vida degradada. Pero nunca pudo imaginar nada como el siluro. Nunca vio una criatura tan fétida. Nunca vio semejante horror y fealdad exhibidas con una altanería tan grotesca. Nunca quiso saber menos del panteísmo moralizante que nos hace a hombres y bichos socios del mismo plan de vida.
Al siluro común lo pescan en Mequinenza con 35 y 40 kilos. Pero hay ejemplares de más de 80, que pueden medir metro y medio. Pequeños o grandes, todos van recubiertos del mismo moco repugnante y todos tienen la monstruosa cabeza de cocodrilo al final de un cuerpo de lucio. El viajero nunca va a probar esa carne. Hay quien le ha dicho que sabe a rape. Otro dijo a mierda. Éstas son las versiones de los hechos. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que lo pescan, se fotografían con la hazaña y lo echan de inmediato al agua. El siluro vuelve de la muerte y de ahí, tal vez, su aspecto. Aunque no todos vuelven. El viajero debe decirlo: los restaurantes chinos lo aprecian cada vez más, al margen de que lo mencionen en el barroco eclecticismo de sus cartas.
Aunque faltaba poco para el anochecer, el viajero no quiso quedarse a dormir en la zona. El siluro es inofensivo para el hombre, pero no en los sueños. Ahora que escribe sobre el pez, en tierra firme, busca una noticia que leyó durante su viaje. Un grupo de ornitólogos confirmaba que los cisnes salvajes que viven, desde hace un par de años, en una reserva ecológica próxima a Mequinenza se estaban reproduciendo. Los polluelos, explicaba el diario, encaraban sus primeras semanas de vida, que iban a ser cruciales: la máxima preocupación de los ornitólogos es que el siluro no se los comiera.
Danubiano, poderoso, brutal revientacisnes, feo, extranjero e ilegal. El viajero va probando con semejantes teclas, a las que es sensible, para ver si acaba amándolo. El pez ha traído al Ebro la inquietud y la riqueza, como suele suceder con los forasteros. Está el tal Lorkowski, biólogo, pero también próspero comerciante de peces de vinilo, y su gesto fundacional. En ese gesto se reúnen la soberbia y el desprecio colonial. Es que es de Colonia. Está la evidencia de que la introducción del siluro ha afectado a la biodiversidad de la zona y ha contribuido a agravar las dificultades de especies ya gravemente afectadas, como el barbo, el lucio y las madrillas. Sus desorbitadas necesidades de alimento también preocupan a los ecólogos. Todo es verdad. Pero el hórrido pez se ha adaptado de maravilla a Mequinenza. Parece feliz. Y muchos otros con él. Son condiciones clave para el que llega. Tal vez alguien no tarde en diseñar un siluro como emblema de Mequinenza. Un siluro nadando a través de las ruinas del pueblo inundado y comiéndose a grandes bocados los tiernísimos libros de Jesús Moncada.
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