El marjal
Cualquier iniciado desea que lo inviten a comer a 'un motor', pero no a uno cualquiera, sino de aquellos que con su fuerza y a base de bombeo nivelan la altura de las aguas en los arrozales próximos a L'Albufera. Comer en un motor -en la caseta que lo alberga- significa asumir pocas sutilezas en el servicio y mínimas comodidades, pero, por el contrario, lograr que nos rodeen inmensos campos de arroz, verdes, con la flora y la fauna que los caracteriza: las garzas reales, los coll vert y, ante todo, las anguilas fluviales, antes marítimas, adaptadas a el marjal como si de su propia casa se tratase. La alimentación se sustenta en el propio hábitat, los limos de los fondos de las acequias las proveen de la sustancia necesaria para que su grosura se incremente por momentos, hasta el punto que sólo los comedores de anguilas de la zona se atreven con la pesadez de sus carnes. Como casi todos los pescados de sabor o aspecto peculiar -además, estos sin escamas- que se comercializan de forma masiva, las anguilas deben perder parte de sus cualidades más brillantes si quieren ser asumidas por el conjunto de la población, la cual detesta el sabor en exceso natural de aquellos animales que no han pasado de forma previa por una depuración.
Una vez asumido el menú, en casos como el que nos ocupa, para degustar la auténtica comida popular, es necesario contar con un cocinero nativo, y así sucede en este caso. En el motor de Chellmanells, el rey es Domingo Alfonso, y en su predio bombea y cocina como si no hubiese hecho otra cosa en su vida -tranquilos pueden estar por sus cosechas los arroceros de Silla- aunque antes se ocupaba en guardar y vigilar aquellos campos.
Domingo, para preparar el allipebre de anguilas lo que hace es proveerse de una buena fuente de fuego -madera seca- que logre elevar la temperatura de la cazuela de hierro colado que heredó de sus mayores, y después sofreír en la misma una abundante cantidad de ajos, con ajustado aceite de oliva. Las posteriores guindillas y el pimentón le darán el pebre y el color, siempre con la perola lejos del fuego -antes de que se quemen los derivados del pimiento y arrojen sus amargos efectos al conjunto- y entonces sólo resta llenar el recipiente con agua, algunas patatas en láminas como base y limpias y troceadas anguilas hasta el borde. El tiempo de cocción se mide sin reloj -según Domingo, el cálculo mental es superior a los cronógrafos suizos- y la dureza de la patata será el único criterio que determine el plazo de ejecución. La receta es personal y admite pequeñas modificaciones, aunque la mayor duda para los expertos se plantea con las patatas. ¿Forman, éstas, parte necesaria del conjunto o se utilizan como forma de abaratar el plato? Los comensales no se ponen de acuerdo, debe ser que no hay ningún técnico entre ellos.
Una variante de importancia del allipebre se encuentra en el mismo marjal, la espardenya: añádase al primero de los guisados alguna carne, mejor del mismo terruño, como los patos, y ya tenemos el segundo clásico de la culinaria húmeda. Para la versión light sustituyamos el graso volador por el pollo, en cualquiera de sus modalidades tendremos si no un 'mar y montaña', al menos una acequia con humedales.
En el lago y alrededores se encuentran algunas de las especies han dado fama a la gastronomía local. Y a veces, a la vez que fama, repulsión. Se asombran los foráneos con el maravilloso -al decir de los nativos- bocado de rata, o por mejor decir, bocado a la rata. De estos roedores, campestres y no urbanos, comedores de arroz y no de otras sustancias, se pondera la calidad y blancura de las carnes -con superioridad sobre el conejo- que sólo se ve achantada cuando el competidor es el topo, al entender de Domingo de más elevada calidad gustativa. Lástima que hoy no podemos tratar de probar tan delicados manjares, la contaminación, que todo lo arrasa, también ha podido con ellos: aquí no se salvan ni las ratas.
El resto de los típicos productos comestibles que se crían al abrigo de la zona, están asimismo en franca retirada, y son de menor peculiaridad; las tencas, las llisas, incluso las pequeñas gambas que se criaban en las aguas que inundan los campos y sus acequias portadoras, se pueden encontrar en otros lugares y, gastronómicamente inferiores en comparación a los ya citados.
Pero volvamos a lo sustancial, lo importante, por insólito, es comer en un motor. Sobre todo si logramos que no nos coman a nosotros, como postre, los mosquitos.
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