La estación de Azorín
A pesar del aparente buen estado de salud que le confiere el color salmón de las paredes, la estación de Monóvar está muerta desde hace muchos años. Se paró su tiempo e incluso ha desaparecido su reloj. Los trenes pasan de largo y su andén ya no lo pisa nadie, a excepción de algún inmigrante con percha de Sidney Poitier, que cruza las vías movido por el instinto que le llevó a atravesar el Estrecho de Gibraltar. El último tren que se detuvo aquí lo hizo el 9 de junio de 1990, con motivo de una operación especial que trasladó los restos de Azorín desde Madrid a su pueblo. Ésta fue la estación de donde partió el joven José Martínez Ruiz a bordo de los vagones de la antigua MZA (Madrid-Zaragoza-Alicante) hacia su destino final, que era convertirse en Azorín.
Con el objeto de solemnizar aquel acontecimiento, Renfe dio instrucciones desde Madrid para que el apeadero fuese pintado de color salmón, pero por uno de los habituales errores de bulto que produce el desnivel entre el centro y la periferia se pintó el de Novelda. Entonces hubo que proceder a toda prisa para que la estación de Monóvar estuviese a punto el día señalado. Aunque Azorín nunca había expresado el deseo de ser enterrado en su pueblo, los entonces alcaldes Monóvar y Madrid, Luis Fernando Pérez Rico y Agustín Rodríguez Sahagún, ambos militantes del Centro Democrático y Social, aprovecharon su sintonía política para urdir el traslado y darse empaque.
A las 11 horas del viernes 8 de junio los restos de Azorín y su esposa, Julia Guinda, quien había causado una honda impresión entre los vecinos de Monóvar no tanto por su indumentaria parisina como por haber entrado al Casino dos pasos por delante de su marido, fueron exhumados de la Sacramental de San Isidro ante notario y bajo un sol en llamas. Luego, el amasijo mineral al que había quedado simplificado Azorín desde su muerte en 1967 fue expuesto al público en capilla ardiente, mientras algunos de sus beatos más tradicionalistas quizá reprimían el instinto de arrodillarse ante las reliquias.
A media tarde, un furgón fúnebre transportó los restos a la estación de Chamartín, donde un tren especial con el nombre del escritor los trasladaría, junto a una selecta nómina de autoridades, académicos, familiares y otros acompañantes no menos distinguidos, hasta el apeadero de Monóvar. Para revestir de mayor autenticidad este viaje, o quizá para adecuar los horarios a las agendas de las otras autoridades que esperaban aquí al día siguiente, el Tren Azorín realizó el trayecto en catorce horas -ni la MZA-, por lo que tuvo que hacer varias paradas en medio de una noche sin fin amenizada con insoportables asertos de experto plasta.
Cuando el tren llegó a Monóvar era sábado, y la comitiva arrugada y dolorida acompañó el féretro de Azorín a la iglesia parroquial de San Juan Bautista, donde el obispo de Orihuela-Alicante ofició una misa. Tras la ceremonia, los despojos fueron llevados al cementerio y el notario volvió a dar fe de que eran inhumados en un panteón de granito. Después los asistententes tomaron refrigerios y se zamparon unos gazpachos de conejo y caracoles en los jardines del Casino. Mientras tanto, la estación recobró la serenidad de la prosa ácima de Azorín, a pesar del color salmón, y bajo la sombra de las moreras se instauró para siempre el olor de los higos secos sobre el cañizo, que era la esencia de la eternidad para Martínez Ruiz. Y así permanece.
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