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SOBREMESAS
Columna
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El café

Pedir un café de caracolillo es, por su complejidad, además de modelo de sibaritismo, ejemplo de una de las mayores perversiones que puede concebir un amante de los quehaceres esclavos; y del café, por supuesto, ya que para sorber dicha infusión es preciso, como paso previo, que la recolección del producto originario se realice con la modalidad picking, 'grano a grano', la cual consiste en tomar de las ramas, alzándose de puntillas, solo aquellos frutos que están rojos, y por tanto maduros y, en el colmo de la sofisticación, de entre los mismos seleccionar los que ocupan el extremo de cada una de ellas -que estos son los caracolillos-. Todo lo cual deviene tarea ímproba, calificando la exigencia de dicha recolección como propia de empresarios que tengan un modo especial de entender las relaciones laborales.

Después de lograr la hazaña, recogido al igual que todos sus hermanos, el grano caracolillo debe someterse a los procesos necesarios para desprenderse de las cáscaras y pulpas que lo recubren, lo que se logra mediante manipulaciones en seco o mojado, rastrillados y batidos, puestas al sol o a la sombra, maquinaciones todas que logran que el grano quede puro, limpio, y... verde.

A partir de estas premisas, el tostado, por aire, sin que el fuego aplicado logre acercase lo suficiente más que para oscurecerlo, pasando después al molido; así, queda en disposición de ceder los aromas y sabores al líquido que lo rodeará y aglutinará, según el modelo napolitano, atravesado por ríos de agua que forman remolinos de donde va surgiendo la espuma. ¿Será un café de caracolillo como para perder el sentido?

Ramón Granell, que junto con sus hermanos Javier y Antonio dirigen la firma Cafés Granell, en Sueca (Valencia), nos va desgranando explicaciones que den respuesta a tal pregunta, a la vez que nos plantean otras; ejemplo: cuestionarse la íntima relación que el café ha suscrito con el hombre o, ¿cuales son los métodos empleados para que la misma se mantenga a lo largo de los tiempos?

Desde que las cabras de la antigua Etiopía dieron en velar al ingerir las bayas de los cafetos, las personas han decidido adoptar en el mundo occidental el hábito del café. Algunos, como los pobladores del convento alrededor del cual pacían los ovinos, para mejor cumplir con sus preces pese al rígido timing al que eran sometidos, otros, como los ejecutivos de telefilm, para llegar con la mente ávida al próximo negocio. Los mediterráneos -o los caribeños-, para acompañar la sobremesa e ir a la siesta con el dulce y amargo sabor de los sueños.

Para las distintas variedades de adicto, múltiples posibilidades en el tratamiento del grano. Tostado leve, o quemado, pues más o menos ácido y menos o más amargo. Por su orden. Tostado suave u oscuro, con aroma o sin él. Molido leve, café de cacerola -o calcetín-, molido fino, café exprés. Mucha presión en la cafetera, gran velocidad de salida del fluido, crema densa que sobrenada el líquido. Los cafés se hacen a la turca y a la americana, largos o cortos, filtrados y con el grumo puesto, en la diversidad está el gusto.

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Las cuestiones que abordábamos parecen contestadas, aunque las combinaciones de cafés según origen, variedad, etcétera nos plantean nuevos interrogantes a descifrar hasta llegar al mágico y auténtico café de cada uno.

Pero lo más curioso está por venir; después de aceptado, previo consenso, ¿adonde nos dirigimos para tomar un café?, estudiados los proveedores, la mezcla utilizada, la máquina cafetera, el agua; analizada la humedad ambiente y la temperatura, la orientación de la terraza y las sillas en las que reposaremos, esperamos la llegada del solícito camarero, que nos inquiere: ¿qué desean tomar? Y la respuesta, que a su vez lo es de todas las preguntas que nos formulábamos, no falla: un solo, un cortado, un carajillo, uno largo, un americano, bombón, capuchino, con leche, irlandés,...

Tantos, como habitantes hay en este mundo globalizado y traidor.

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