Deshinchamiento
Veinticinco años de Grec. O, si se prefiere, 25 años de pérdida constante de la ilusión en un agotamiento de ideas que caracteriza al equipo municipal de Cultura, encabezado por Ferran Mascarell. Un deshinchamiento del que no puede hacerse exclusivamente responsable a Borja Sitjà, director del Festival Grec, porque ya viene de antes: y continúa. Un deshinchamiento del que tampoco puede hacerse responsable a la Generalitat, pese a que su equipo de Cultura, aún peor que el municipal, parece empecinado en considerar Barcelona una ciudad enemiga. La falta de liderazgo cultural en el sector público, caracterizado por la más absoluta mediocridad, hace desistir a Barcelona de toda aspiración a figurar entre las grandes ciudades de la cultura europea.
Veinticinco años son suficientes para hacer un balance tétrico. Entre la explosión de ilusiones, aunque contradictorias, que fue el primer festival Grec en 1976 y el paupérrimo discursito institucional, que le tocó en (mala) suerte leer al finalizar el estreno del Don Juan a Lluís Homar y el Moltes felicitats que cantó Nina, media un abismo que da idea de la desorientación con la que navegan nuestras instituciones, más preocupadas por los maquiavelismos de regentar sus contenedores culturales que por hacer florecer, revertido en ideas, el dinero de los contribuyentes.
Sin sorpresas ni personalidad
De esta edición del festival, lo mejor que cabe decir es que ha sido, simplemente, una continuación de la temporada, sin sorpresas, sin personalidad. La idea de Borja Sitjà de hacer que sean los mismos creadores de Barcelona los protagonistas del festival no es en sí misma mala, pero habría que hacer, en cualquier caso, encargos más atrevidos, menos ligados a lo que se verá inmediatamente en el inicio de la próxima temporada. En todo caso, tal como está, el Grec no es un festival que saque de la atonía a una ciudad que, aun teniendo un notable potencial creativo, languidece por la falta de valentía de sus programadores principales.
Ni un solo montaje para la polémica. Ni Don Juan, de Molière y Ariel García Valdés; ni Bodas de sangre, de Lorca y Ferran Madico, ni Medea, de Eurípides, Núria Espert y Michael Cacoyannis, son otra cosa que espectáculos correctos, apenas suficientes para las pretensiones del Teatre Grec. Triptyk, del Théâtre Zingaro; Le nozze y Sik Sik, del Teatro Garibaldi di Palermo, y Campingpong, de Les Founambules, representan todo el teatro internacional que nos ha visitado, junto con el ciclo de Buenos Aires en Barcelona, cuya desestructuración ya comentamos. De todo ello cabe decir, cuando menos, que es una programación irregular, caótica.
Hay aciertos, desde luego, pero periféricos. In motion, por ejemplo, una ampliación del Comicomer que, saliendo de la pequeñísima sala Conservas, se ha inventado Simona Levi y que obtuvo una estupenda acogida por parte del público. O Más extraño que el paraíso, el delicioso montaje de Xavier Albertí en el Convent dels Àngels. Y hay espectáculos que merecen una mención especial, como el Woyzeck de Georg Büchner y Àlex Rigola, una lectura discutible pero que entra en las aspiraciones de lo que ha de ser en el futuro el Grec. O Trilogía 70, de la factoría General Elèctrica.
Incluso la actuación de las salas alternativas es loable, aunque sus espectáculos no cambiarían nada dentro o fuera del Grec. Destacan Aquí al bosc, de Joan Brossa y Jordi Coca; Oblidar, de Marie Laberge y Lurdes Barba, y Ball trampa, de Xavier Durringer y Carme Portaceli.
Falta definición, falta riesgo, falta ilusión y falta, sobre todo, voluntad política de que el festival Grec no muera, como los caracoles, en una cocción de tedio a fuego lento.
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