Memorias de un pasillo
La idea era sugerente: escribir una serie de artículos sobre la música que escuchan los jóvenes. Pero no la música en general, sino la de aquí y ahora. Se suponía que yo estaba preparado para asumir el reto. Por causa de mis hijos suelo trabajar bajo la influencia constante de varios tocadiscos lanzados a una competencia febril. Recorrer el pasillo de mi casa es como caminar por el Port Olímpic: a cada paso que avanzas suena una melodía distinta. Así son las cosas, y todo ello no habría pasado a mayores si no fuera porque en una ocasión, con cierta ligereza, se lo comenté a los amigos del periódico. Un tiempo después me llamaron para pedirme que husmeara entre los grupos y bandas que luchaban por hacerse un sitio en el pasillo de mi casa. También me anunciaron con voz solemne que me daban carta blanca, algo que nunca podré perdonarles. Basta con que alguien te diga que hagas lo que quieras para que ya no sepas qué hacer. Las mujeres son conscientes de ello. Por esa razón, cuando se enfadan contigo te dicen que hagas lo que te salga de las narices. A partir de entonces eres incapaz de plantearte cualquier iniciativa.
Recorrer el pasillo de mi casa es como caminar por el Port Olímpic: a cada paso que avanzas suena una melodía distinta
Pero, en este caso, la decisión estaba tomada. Con gran profesionalidad y espíritu aventurero, me proveí de los materiales necesarios: una libreta, un bolígrafo, una grabadora prehistórica, que debía de tener el tamaño aproximado de una novela de mi querida Almudena Grandes, y un discman con el que pretendía identificar las diferentes canciones entre el batiburrillo al que estaba acostumbrado. Ya tenía el equipo de reportero musical, pero comprendí entonces que no sabía por dónde empezar el trabajo.
Tras meditarlo largamente, decidí acudir a las fuentes de la idea. Durante una cena familiar expuse el proyecto a mi prole. Aunque había engolado la voz tal como hago cuando hablo de dinero o de resultados escolares, me miraron con una perplejidad que derivó de forma inmediata hacia una cruel socarronería.
-¡¡¡¿Tú?!!! -exclamaron todos a la vez, como si les hubiera confesado que había decidido salir del armario.
Se hizo un espeso silencio que rompió mi hija mayor intentando, como siempre, transmitirme un poco de sensatez.
-Pedro, no quiero desconfiar de tu capacidad de improvisación, pero el otro día te hablé de Cheb Balowski y me preguntaste qué libro había escrito. Y cuando te recomendé con entusiasmo que escucharas a la Fundación Tony Manero creíste que me había apuntado a una secta religiosa. Eso por no hablar de los del Dr. Calypso. Te dije que para mí era imprescindible ir a verlos y te preocupaste muchísimo creyendo que estaba embarazada. ¿Qué pensarías si yo te anunciara que iba a escribir un ensayo sobre Maupassant?
Le contesté que su facilidad para la demagogia me parecía repugnante, que llevaría adelante mi proyecto con su ayuda o sin ella, y que incluso había empezado a leer Vercoquin y el plancton para imbuirme del espíritu juvenil que tenía cuando lo disfruté por vez primera. Como ellos desconocían el libro, les expliqué que trataba de una surprise party en tono surrealista, que a mí me había impresionado mucho a su edad, y que por culpa de esa novela había luchado durante varias semanas por ser como Boris Vian.
-Por cierto, un gran trompetista que padecía del corazón y que nunca aceptó renunciar a nada -concluí, revestido de un indudable espíritu épico.
Mi hija mayor reaccionó como una amiga a la que le hubiera dicho que necesitaba Viagra y que no sabía a quién pedírselo. Chasqueó la lengua, cogió un papel y escribió un número de teléfono.
-Ten. Se llama Mónica. Ella puede ayudarte.
Mónica resultó ser una mujer siniestra y simpatiquísima. Su imagen evocaba un lejano restallido de látigos y mazmorras umbrías, pero tenía una voz de niña con la que elaboraba un discurso brillante. Además, como no tardaría yo en descubrir, conocía a fondo el mundillo de los grupos musicales emergentes. Sentada a la mesa del café donde habíamos quedado, moviendo sin cesar las manos ante su pecho como si hiciera un invisible jersey de ganchillo, me habló del Sheriff y de Miguelito, de Micky Puig y de otros responsables de la confusión que reinaba en el pasillo de mi casa. Mientras ella hablaba, yo iba recordando algunas aproximaciones al mundo de la música joven, en vigilante compañía de mis hijos cuando aún no tenían edad para ir solos a los conciertos. Entre ellas, una noche en Sant Feliu de Llobregat, en una actuación de Ska-P. Había llovido horas antes y el campo estaba enfangado, pero eso no impedía que cientos de personas bailaran con gran naturalidad hundiendo los pies en el barro. Aquello tenía algo de danza atávica. Yo me dediqué a pasear chapoteando hasta que descubrí que, allá por donde pasaba, había siempre un círculo despejado a mi alrededor. Parecía andar provisto de un escudo de energía protectora. Fui hasta la barra de campaña donde mi mujer esperaba degustando pacientemente una cerveza en un vaso de plástico y le dije: 'Querida, dime la verdad, ¿tengo pinta de policía secreta?' Recordé también otra noche en la sala Zeleste, en una actuación de Molotov. El cantante gritaba con desbordada vehemencia: '¡Chinga a tu madre! ¡Chinga a tu madre!'. Mientras, nuestro hijo pequeño bailaba y mi mujer lo miraba sosteniendo un cigarrillo cerca de los labios. La observé con preocupación, porque de improviso me había dado cuenta de que era el cigarrillo el que la sostenía a ella.
En fin. Ni Ska-P ni Molotov me servían para el reportaje, porque unos eran de Vallecas y los otros mexicanos. Pero Mónica ya me había proporcionado algunos contactos. Aquella misma noche telefoneé al móvil de la novia del Sheriff, uno de los líderes de Dr. Calypso. La chica me comunicó, con gran seriedad, que el músico estaba cenando y que no sabía si podría ponerse al aparato. Sí se puso, sin embargo, para decirme que hablara con un tal Perico, de Ritual Music, que me daría toda la información que necesitara. Antes de despedirse, me anunció que al día siguiente tocaban en la Festa Major de Pallejà. Contesté que iría a escucharlos.
-Lo malo es la hora -concluyó el Sheriff, tras unos segundos de inquietante silencio. -Saldremos al escenario a las dos y media de la noche.
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