Un tiempo infinito
La infancia tiene una lente de aumento: todos los niños viven en el país de los gigantes. A través de esa lente, la playa de la Costilla de Rota (Cádiz) me daba la impresión de no tener horizonte, porque me parecía infinita, un territorio sin límite, conjugado con la infinitud brumosa del mar. Entonces, hace ya muchos años, la de la Costilla era la única playa habitada del pueblo, y conservaba aún ese aire de oasis que tienen las playas solitarias, porque había sitio de sobra en ella para todo el mundo, para los nativos y para los foráneos, que aún eran pocos y casi de la tierra, por ser fieles a la cita con la temporada del fuego y del jazmín, y veíamos crecer a los niños forasteros, y envejecer a sus padres, y eran desconocidos casi familiares ya, heraldos anuales del calor y de las noches dilatadas.
Antes, la playa de la Costilla era nuestra casa de verano, nuestra casa inmensa y comunal, parcelada en pequeñas casetas con toldo propio. A mediodía, aquellas muchachas que eran nuestras madres preparaban una cesta de enea con fiambreras de tortilla y de filetes rusos, con termos de café y de gazpacho, llenaban una nevera con gaseosas y fruta, ataban la bolsa bordada del pan, y nos íbamos todos en comitiva colorista a la playa, a echar el día, hasta el anochecer, cuando el sol declinante teñía el oleaje de un púrpura sereno y expandía en la arena tornasoles de plata y de ceniza.
Los días de la infancia son muy largos, quizá por la cuestión esa de la lente de aumento, y daban para mucho. Para irse a mariscar, por ejemplo. Y volvíamos con dos o tres camarones, con algún cangrejo mariquita o excepcionalmente con alguno moro, y al día siguiente estaban muertos, muertos quizá de pánico por haber perdido la inmensidad del mar y verse cautivos en el fondo de un cubo de colores.
Pero a veces era el propio mar el que arrojaba cadáveres de grandes peces de ojos huecos, o alguna raya agónica, aleteante como un murciélago submarino, y los aterrados éramos entonces nosotros, los niños, ante la visión de aquellos monstruos difuntos, porque la infancia, sí, tiene una lente de aumento, y vivíamos en el país de los gigantes, en un verano infinito, en un tiempo infinito, en una eternidad salvaje de niños desnudos que se adentraban en el mar.
Felipe Benítez Reyes es escritor y nació en Rota en 1960.
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