¿Hacia una cultura de paz?
Envueltos en tantos acontecimientos negativos, y enfrentamientos, esta pregunta nos inquieta y entra la duda de que podamos llegar a alcanzar esa paz tan anhelada por quienes no podemos sentirnos cómodos en ese ambiente. Esa paz que se describió hace siglos como 'la convivencia de la tranquilidad en el orden' (Santo Tomás de Aquino). No importa quien lo dijo, me es igual que fuera un creyente o un no creyente, pero de lo que no cabe la menor duda es de que acertó al describir lo que más deseamos, lo mismo ayer que hoy y que, sin embargo, no vemos fácil conseguirlo.
Nos preocupa la paz en Kosovo, o en Irlanda, o en los países de América Latina, o en el Tercer Mundo, castigados todos ellos por dictaduras, falsas democracias o guerrillas. Y deseamos que en esos lugares, y también en España, se consiga que termine la violencia terrorista como método de conseguir lo que se quiere políticamente.
Se impone hacer una reflexión serena sobre estos problemas, como pedía Ortega y Gasset hace pocos años, pues no debemos guiarnos nada más que por la razón y la experiencia si queremos ser lo que somos: seres racionales que no deberíamos obedecer a impulsos ciegos.
Y el primer paso que es preciso dar será analizar cómo es el ambiente que nos rodea, porque nos encontramos con la desconfianza y la hostilidad. Y en este ambiente surge la agresividad y su expresión externa, la violencia.
Y viene a nuestras mentes la pregunta, ¿por qué ocurre esto?: porque nos sentimos frustrados en nuestros anhelos más íntimos de justicia, que nuestra sociedad no reparte por igual para todos, ya que promete más de lo que da a través de su propaganda y su publicidad; y vivimos inmersos en una filosofía pecuniaria, como base ideológica única que mueve nuestras acciones. Lo demás procede de esta filosofía: el afán de poder, de sobresalir por encima de los otros; de tener éxito medido en dinero; y de disfrutar, caiga quien caiga, del placer inmediato sin respeto a la dignidad de los demás.
Esa filosofía pecuniaria hace que vivamos en el temor de perder el objeto, que queremos disfrutar en exclusiva para satisfacer nuestro egoísmo. Y se produce ese ambiente de desconfianza y hostilidad que hemos fomentado indirectamente, y que repercute luego sobre nosotros creando un clima de violencia contra el que tenemos al lado, que consideramos un competidor y no, como debíamos hacer de él, un compañero. Porque la clave de la evolución humana es la ayuda mutua, como demostró hace un siglo Kropotkin y desarrollaron después el antropólogo Montagu y sus discípulos y colaboradores, y no queda descrita con la frase vulgar e irresponsable de 'ande yo caliente y ríase la gente'.
El perspicaz psicólogo y sociólogo Erich Fromm describió esta situación como la de dar preferencia equivocada en nuestra conducta al tener sobre el ser.
Y, en esta línea, una gran parte de la política que hay en el mundo actual consiste en convertirnos en unos autómatas, y podernos así gobernar más fácilmente a su gusto. Se nos hacen robots para que no pensemos por cuenta propia de forma humana. Observó también esto el psicólogo Von Bertalanffy, porque lo que se pretende es que 'la política de la democracia de Jefferson nos convierta en un rebaño fácil de manejar'. Se nos engaña con promesas atractivas para votarles, y luego se olvidan de que lo que queremos no es ser dominados, sino participar. Porque no nos basta una democracia de representación, que es la única que tenemos, queremos una democracia de participación que todavía no ha venido.
Vuelve a ser socialmente verdad el método de gobierno que describía Montaigne: 'Es necesario que el pueblo ignore muchas cosas verdaderas y crea muchas que son falsas'. Se nos quiere hacer esclavos de la sugestión social, hábilmente dirigida para convertirnos en robots, no en personas atentas y abiertas a lo que nos rodea, sean personas o cosas. Querríamos vivir en el mundo real, no en el que se fabrica para engañarnos acerca de lo que sea la realidad, y así dirigirnos ciegamente sin darnos cuenta. Es el nuestro un mundo de pasiones, pero no de afectos. Tenemos una carencia afectiva desde niños, que tan necesaria resulta para ser lo que en el fondo anhelamos ser: nosotros mismos, y poder desarrollar así todas las virtualidades que llevamos escondidas en nuestra intimidad sin poder desarrollarlas ahora. La definición correcta del ser humano la dio el olvidado Unamuno: 'Siento, luego soy'; nuestra inteligencia humana debe ser entonces una 'inteligencia sentiente', como sostenía Zubiri; inteligir y sentir no se oponen, se necesitan mutuamente . Es lo que hemos olvidado -o se nos ha hecho olvidar- en nuestro duro, abstracto, descarnado y generalista mundo actual que olvida lo concreto, lo individual y lo personal, y se ha convertido en inhumano.
Surge de este modo otra pregunta inquietante: ¿seremos dirigidos, en esa descripción que he hecho del mundo violento y violentador, sólo por nuestros genes, o podemos ser libres y educados en otros valores distintos de los actuales?
La liberación humana, ¿es sólo un palabra atractiva, o puede ser una nueva realidad individual y social?
Me aclaró esto el Coloquio Internacional de psicobiología organizado por la Universidad de Sevilla en 1986: allí se demostró, con acopio de razones científicas aportadas por importantes investigadores de la conducta humana, que la violencia no es algo genéticamente programado en nuestra naturaleza, ni tenemos tampoco un cerebro violento, y, por tanto, podemos ser educados en la paz. Y se ha concluido también que el niño no nace violento, sino que son las circunstancias familiares, escolares, políticas, religiosas y sociales las que lo hacen violento. Un hecho que vi comprobado al estudiar a los cincuenta mil menores de 16 años que tenía bajo mi responsabilidad cuando dirigí Protección de Menores a nivel nacional.
Pero educación no puede ser información solamente, como hacemos ahora, sino 'dar al ser humano a conocer su poder de autogobernarse, para no creer sin pruebas', decía el mejor educador del siglo XX, el profesor Alain. Y, como antes señaló nuestro Giner de los Ríos, este cultivo de la individualidad es inseparable del cultivo de la humanidad. Se unen en la verdadera educación los dos extremos: lo personal y lo comunitario.
Y la relación múltiple que llamamos globalización no puede ser el olvido o el perjuicio de los más débiles para beneficiarse los poderosos, sino la pretensión de que todos puedan ser ellos mismos, 'llegar a ser lo que eres', como quería Píndaro ayer, y hoy Ortega y Gasset. Pero para conseguirlo no podemos usar el camino de lo más inhumano: la violencia, como se está haciendo equivocadamente en el mundo actual, sea en Gotemburgo o en cualquier otro lugar.
E. Miret Magdalena es teólogo seglar.
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