Kioto, por fin
El efecto invernadero no es un fenómeno diabólico inventado por gentes sin escrúpulos. Es, por el contrario, natural y benéfico. En efecto, los gases presentes en la atmósfera, como el dióxido de carbono (CO2), el vapor de agua o el metano, dificultan la pérdida de calor del planeta y hacen que la temperatura media se sitúe en esos 15ºC de promedio que convierten la superficie terrestre en un medio acogedor para la vida. Si no fuera por dicho efecto, la temperatura estaría bastante por debajo de la de congelación del agua, y ésta no existiría en su forma líquida. Pero sobre este efecto natural se superpone otro, causado por las actividades humanas, que aumenta la cantidad de CO2 en la atmósfera proveniente del uso de los combustibles fósiles, carbón, petróleo y gas natural, como fuente de energía primaria. Y ese aumento es demasiado rápido como para que puedan desencadenarse mecanismos naturales de compensación, de forma que su efecto es un calentamiento relativamente brusco que puede producir perturbaciones climáticas globales de difícil cuantificación, pero potencialmente devastadoras.
Queda ahora lo más difícil: implantar las modificaciones necesarias en el uso y la procedencia de ese bien imprescindible que es la energía
No es fácil separar la variabilidad climática natural de los efectos inducidos por la acción del hombre, sobre todo en la industria, el transporte o la agricultura, pero parece haber un consenso entre la mayoría de los científicos, que trabajan en coordinación con el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), de que dicho efecto existe y sus peores consecuencias pueden ser reales en el espacio de décadas.
Un importante objetivo
La conferencia de Kioto, celebrada en 1997 y auspiciada por la ONU, afrontó este problema estableciendo un objetivo de disminución de emisiones de gases de invernadero, cifrado en un 5,2% en promedio para los países más desarrollados respecto a los niveles de 1990, a alcanzar en el periodo 2008-2012. Muchos consideraron que se trataba de un objetivo irrelevante y que había que ser más ambicioso. Pero su importancia era enorme, tanto desde el punto de simbólico, al tratarse un problema global que exige respuestas también globales, como por las dificultades prácticas que implica su cumplimiento. En efecto, tan modesto objetivo requiere de notables modificaciones en la política energética y en los hábitos de los países más desarrollados. En primer lugar, es preciso tomarse en serio las medidas de ahorro energético, y en segundo lugar, hace falta diversificar las fuentes de energía.
La posición de la UE ha sido, en general, favorable a la ratificación del acuerdo en su interpretación más rigurosa, mientras que EE UU, aunque firmante de principio, se ha mostrado remiso a la hora de fijar medidas prácticas para reducir las emisiones. En particular, insistió en que todos los países, también los más pobres, las redujeran. Pero tal pretensión no resulta demasiado sensata. China e India son países muy poblados, con una industria incipiente, que empiezan a emitir cantidades importantes de gases de invernadero, pero todavía su contribución per cápita es del orden de la décima parte de la de EE UU. Los países en vías de desarrollo necesitan acelerar su crecimiento económico, y no se les puede exigir que se sacrifiquen para contribuir a paliar un problema creado en su mayor parte por los países más ricos, para quienes, además, las medidas de reducción de emisiones tendría un coste en prosperidad claramente asumible.
Por el contrario, EE UU es el país más contaminante del mundo, en términos absolutos y relativos. Por sí solo, este país es responsable de un cuarto de todos los gases de invernadero emitidos en el mundo y un 40% del cupo de los países desarrollados. Y ello no se debe tan sólo a que sean la primera potencia económica del mundo, como se dice a veces, ya que sus emisiones per cápita duplican, y por unidad de producto son del orden de un 70% superiores, a las de la desarrollada UE. Un fenómeno, sin duda, relacionado con los menores costes de la energía primaria; piénsese, por ejemplo, que la gasolina para los automóviles tiene un precio entre un tercio y un cuarto del promedio europeo.
La administración de Bush ha llevado al límite las reticencias ya expresadas por Clinton y se ha negado a ratificar el protocolo de Kioto, arrastrando a algunos países importantes, como Canadá, Australia o Japón, y haciendo fracasar las conferencias celebradas para concretar los objetivos de Kioto.
Finalmente, el lunes 23 de julio, en Bonn, este grupo de países se ha unido a la mayoría, lográndose así la adhesión al protocolo de todos los países del mundo, con la significativa excepción de EE UU. Para ello ha hecho falta la insistencia de la UE, la buena voluntad de los países en vías de desarrollo y la aprobación de ciertos procedimientos que rebajan el alcance de los objetivos de Kioto y hacen más fácil su cumplimiento.
No menospreciable
Se trata del establecimiento de un mercado de compraventa de derechos de emisión, el aplazamiento en la definición de sanciones o medidas contra quienes superen los límites acordados y la consideración de los sumideros de CO2 como emisiones 'negativas'. Sobre este punto conviene precisar que, si bien el aumento de la superficie forestal del planeta aumenta su capacidad para retirar dióxido de carbono de la atmósfera, estamos todavía lejos de comprender cuantitativamente el fenómeno, así que los científicos son reticentes a estimar qué parte de las emisiones quedaría compensada por este mecanismo. De ahí que se hayan establecido límites al mismo. En todo caso, su toma en consideración disminuye la intensidad de las medidas de política interna que hay que tomar para reducir las emisiones reales en cada país.
Aun así, no cabe menospreciar lo alcanzado, pues si se consigue reducir las emisiones de gases de invernadero, aunque sea menos que ese 5,2% previsto, se habrá marcado un punto de inflexión de enormes consecuencias potenciales. No tanto por su efecto inmediato sobre el calentamiento global, que será menor, sino porque se detendrá una tendencia que parecía imparable y podría ser el principio de una acción coordinada para emprender una lucha más enérgica contra la contaminación atmosférica. Las modificaciones acordadas han servido, además, para atraer a los países que se movían en la órbita de EE UU y pueden ayudar a que éstos ratifiquen más adelante el protocolo. Es de esperar que una parte importante de la opinión pública norteamericana comprenda la importancia del envite y presione sobre su Gobierno para que se incorporen a la disciplina de Kioto, porque, por importante que sea lo conseguido, que lo es, la ausencia del primer país del mundo rebaja considerablemente su impacto. Queda ahora lo más difícil: implantar las modificaciones necesarias en el uso y la procedencia de ese bien imprescindible para mantener las sociedades humanas que es la energía.
Cayetano López es catedrático de Física de la UAM.
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