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Columna
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La neocueva

El tiempo, como siempre, ha hecho que los delitos insignificantes de Ana Rosa Quintana y de Luis Racionero o las presuntas chiquilladas del anciano Camilo José Cela se amojamen, desdibujen y olviden. Nadie puede acordarse a estas alturas del mes de julio de unos libros copiados que nadie, salvo sus arriscados denunciantes, ha podido leer.

Hay que tener una fe enorme, inmensa en la palabra escrita y una esperanza ciega en el papel impreso para tomarse la molestia de plagiar un libro en un país donde el libro, al parecer, lleva camino de convertirse en mera arqueología.

Pero lo que definitivamente ha eclipsado a los tristes plagiarios literarios ha sido la neocueva de Altamira. Cualquier copia se queda reducida a la categoría de un calcomanía comparada con eso, con la cueva de pega. Eso sí que es copiar a lo grande. Más de 14.000 años han tenido que esperar los pintores de Altamira para que les fusilen sin piedad sus bisontes y clonen sus caballos. Más de 4.000 millones de pesetas ha salido la copia de la cueva más célebre del Paleolítico Superior.

Seguramente el plagio ha valido la pena y Altamira se convierte en un parque temático de elite, es posible. Y es sin duda un avance de lo que nos espera en el siglo XXI, que será, entre otras cosas, el siglo de las copias.

La originalidad, según algunos críticos, ha muerto. Sólo nos queda el arte de la copia. Galería de espejos sin fondo donde poder mirarnos. Vivimos rodados de comida que parece comida, de bebida que parece bebida, de cultura que parece cultura. Vivimos en paises que parecen países. ¿Nadie se ha dado cuenta de que el nuevo gobierno se parece como una gota de agua al anterior? El nuevo lehendakari se parece tan sospechosamente a Juan José Ibarretxe como la neocueva a la vetusta cueva de Altamira. ¿Dónde está la frontera entre la copia y el original?.

Todo parece viejo -hasta la neocueva de Altamira- bajo el sol fatigado de julio. Hasta los columnistas se terminan copiando a sí mismos.

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