Babú en el país de las folclóricas
Hace unos días me enteré por un telediario de que Barcelona es ya una de las ciudades más visitadas de toda Europa. Sólo le adelantan París, Londres y Roma. Si tenemos en cuenta que estas ciudades son más del doble de grandes que Barcelona, nuestros turistas se acumulan en un espacio mucho más pequeño, que, en este caso, se concentra prácticamente en la Rambla. La verdad es que no me alegró mucho la noticia ya que, para mí, la Rambla es el camino más corto para llegar desde mi casa a un mercado o a la estación de metro, y si durante todo el año es difícil moverse entre la avalancha de turistas, ahora es un suicidio.
Recuerdo con qué ojos recorría yo la Rambla hace unos 30 años, cuando por san José -que por aquel entonces era fiesta- mis padres nos llevaban a la capital a visitar a los tíos que celebraban su onomástica. Antes de comer era ineludible un paseo por la Rambla, aunque raras veces pasábamos del Liceo porque lo que había más abajo se consideraba 'zona de peligro'. Años más tarde, en tiempos de la transición, era yo quien escogía esos antros de la parte vieja de la ciudad donde, por ejemplo, escuchábamos a Edith Piaf -enlatada, por supuesto- y bebíamos absenta emulando a la progresía francesa, mientras un Ocaña dicharachero mostraba sin pudor la alegría de vivir en medio de la calle.
Al final de La Rambla, los guiris husmean en las tiendas de 'souvenirs'. Los años pasan, pero la oferta siempre es la misma
Esa Rambla prácticamente no existe. Como dice Sisa en una vieja canción: la han cerrado. Ahora es mucho más limpia, más universal, que quiere decir invadida de turistas achicharrados que comen paella a las seis de la tarde y beben una dudosa sangría apoltronados en medio del barullo, mientras un alud de estudiantes italianos en su excursión de final de curso pasan entre las mesas pegados a su telefonino o, si es de noche y van sueltos, coreando canciones de su país. No es muy aconsejable aventurarse a transitar por la Rambla si uno va con el carro de la compra en una mano y un paquete de Dodotis (80 unidades) en la otra, porque se trata de esquivar guiris sudorosos, retrateros al minuto, pintores al spray, estatuas vivientes tipo drácula en el ataúd vigilado por su madre, echadoras del tarot, peruanos al son de El cóndor pasa pero con más vatios, vendedoras de Kleenex y Marlboro, malabaristas, bailaores que sobrepasan los 80, rateros que no llegan a los 15... La diversión está asegurada, pero yo, por esas fechas veraniegas, suelo subir y bajar por una de las aceras. En este caso suele cambiar bastante el decorado. Aquí los guiris se dedican a husmear en las tiendas de souvenirs. Lo que resulta curioso es que en tantos años de turismo español a penas haya cambiado la oferta. Ya saben: folclóricas de plástico, toros, platos de alpaca con un quijote dibujado, botellas de sangría en forma de bailaor, sombreros de mexicano, alguna figurita de latón de la Sagrada Familia... Y aun es más curioso constatar que todo eso no sólo se vende, sino que proporciona un gran negocio.
Después de pasar cientos de veces por delante de esas tiendas, una tarde bochornosa me decido a entrar -sin carro de la compra, por supuesto- en una de ellas. En ese momento, uno de los vendedores que tiene pinta de encargado se dispone a desembalar una virgen de Montserrat que coloca en un estante, entre un botijo con un toro pintado y unas castañuelas sujetas con la bandera española. Me imagino que a más de uno le daría un ataque, pero doy por supuesto que el chico -con pinta de hindú- no está para bollos y hermana tranquilamente cualquier nacionalismo. Le pregunto de dónde es y me contesta que americano, de Nueva York. Inmediatamente se pone a hablar en hindú con su compañero mientras suena una de esas canciones inconfundibles que te sitúan en lo más profundo de la India. El chico me mira fijamente y continúa desembalando morenetes.
'Aquí todos somos de la India', comenta otro chico que acaba de vender un sombrero mexicano por mil pesetas, 'y los de las otras tiendas también'. Se llama Babú, es de Agra y hace siete años que llegó a Barcelona. Le cuesta horrores hablar español. Lo que domina es el inglés, el alemán o cualquier idioma de los cientos de turistas que cada día pasan por su tienda. Babú está encantado de vivir en Barcelona. 'En la India no es normal trabajar con mujeres y poder hablar con ellas'. Le pregunto a qué se dedicaba en su país y me responde que a comer y dormir. 'Yo no trabajaba, lo hacían mis hermanas'.
Me dispongo a hacer un recorrido por la tienda, pero encuentro más interesante el pique que se trae entre manos otro de los vendedores con un turista alemán por dos camisetas del Barça. El vendedor las pretende colocar por catorce mil pesetas, mientras que el alemán -calculadora en mano- no pasa de las nueve. Pero el vendedor no se deja intimidar y argumenta que en El Corte Inglés valen casi el doble. '¡No problem, no problem!', grita el alemán, 'I like you. You like me'. Eso parece facilitar el trato, que acaba en doce mil cuatrocientas. Me despido de Babú y visito las otras tiendas, pero todos son reacios a contarme nada. Cuando regreso a su tienda, Babú empaqueta una folclórica para una chica inglesa. 'Eso y la camiseta de Rivaldo es lo que más se vende'. La chica se va feliz, Babú sonríe: 'Yo también tengo una en casa'.
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