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Columna
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Bipartidismo

Josep Ramoneda

PP y PSOE pactan la financiación autonómica y rompen el diálogo para la renovación parlamentaria de cargos institucionales. Por lo visto, resulta más fácil ponerse de acuerdo en materia de dineros que en cuestión de personas. Ante los dineros, el PSOE ha optado por un razonamiento pragmático que dice que es mejor un mal acuerdo que ningún acuerdo. El dinero no tiene identidad, las personas sí. Por ahí ha fracasado el pacto de los cargos: algunas obsesiones personales han resultado insuperables, en un proceso que está viciado de origen.

Aznar tenía el mayor interés en pactar con el PSOE la financiación autonómica. El presidente quiere afrontar la negociación del Concierto Vasco con paz financiera y demostrar, ante el rumbo que está tomando la situación en Euskadi, que en el resto del país reina el orden autonómico. Zapatero también quería el acuerdo. No sólo porque se lo pide el cuerpo, como ha demostrado desde que llegó, sino porque el PSOE no podía volver a quedarse fuera, como ocurrió en la anterior negociación. En la calle no sólo hace frío, sino que se pierde dinero.

Pero hay además una razón de fondo que condena al entendimiento a los dos grandes partidos: en la España plural la pareja PP-PSOE es el único factor de vertebración. De modo que se podría decir perfectamente que España hoy es el bipartidismo. Aunque la España una de Aznar y la España plural de Zapatero suenen con distintos acordes, los dos coinciden en que sólo la pareja PP-PSOE puede abrir el baile. Aznar y Rato, el triunfador de este episodio, han privilegiado la relación con el PSOE, pasando por encima de sus aliados parlamentarios y de algunos rencores partidarios. Es perfectamente coherente con su discurso sobre España. Y está en la línea del desdén con que está castigando de un tiempo a esta parte a Convergència i Unió, un sumiso aliado que se está quedando sin voz por momentos. A Pujol le queda el consuelo de que Maragall no podrá culparle de no haber conseguido los objetivos de financiación deseados.

El acuerdo no cierra el modelo autonómico, que es una vieja quimera de Aznar. El propio Zapatero ha reconocido que sirve para andar un trecho, pero que queda mucho por resolver. Lo que se debe exigir ahora es transparencia. Da la sensación de que el pacto tiene tramoya. Y que los descontentos serán silenciados con arreglos a la carta por otras vías presupuestarias. Si el pactismo es la moda, por lo menos que sea con las cifras claras y sin cláusulas bajo cuerda.

El lamentable espectáculo de la fracasada negociación de los cargos institucionales demuestra que no todo es oro en pactolandia. Al tratar de personas, la política parece perder su grandeza. Cambian los procedimientos, pero el problema permanece. Porque el problema es la incapacidad de los partidos de elegir a las gentes en función de su calificación. Quieren gentes que les aseguren el voto, que sean solícitos a la hora de resolverles marrones. Y esta tendencia parece estructural, a juzgar por la velocidad con la que el renovado socialismo ha asumido vetos y querencias del pasado. Dado que nada induce a pensar en la rebelión de los interesados, porque ante la perspectiva de promoción la idea de dignidad se desdibuja, difícilmente cambiarán las cosas. En septiembre habrá pacto, dicen los socialistas; antes se tardaba años, ahora sólo se habrá tardado unos meses. Pero los elegidos seguirán teniendo denominación política de origen. En algunos casos, incluso a su pesar. Y, en consecuencia, sus decisiones seguirán bajo permanente sospecha.

Dice Chantal Mouffe que la política democrática consiste en transformar el 'antagonismo' en 'agonismo'. Desde que llegó Zapatero, la búsqueda del pacto -superador de los antagonismos- ha sido una constante hasta el punto de que el instrumento se ha convertido en principio de acción. Sólo hay que desear que de tanto pacto la democracia no se nos quede inerte. El problema de la excesiva promiscuidad pactista es que puede acabar desdibujando los trazos característicos de cada parte, y es malo -y desmovilizador- para la democracia que la gente no vea perfiles claros con los que identificarse. Por suerte para Zapatero, la derecha española sigue siendo tan suya que no es fácil que le confundan.

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